¿Cómo leer (a la) mejor?
por Bárbara Belloc
“No soy sociable, soy íntima”, dijo Silvina Ocampo a Noemí Ulla en una de sus varias y sustanciosas entrevistas (ver reseña del libro en esta misma edición), y así, en su estilo epigramático, dio a quien quiera oír (es decir, a la crítica: todo oídos paranoicos) una nueva (y falsa) clave de interpretación de sus ficciones. Otra más. ¿Por qué no? Admitámoslo: la obra de esta mujer nacida en 1903 de Ramona Aguirre y Manuel Ocampo, la última de seis hermanas de familia terrateniente al uso tradicional argentino, omega de la hembra alfa Victoria (y por ello su no tan secreta oponente), unida de por vida en sociedad conyugal y literaria a Adolfo Bioy Casares, pintora y dibujante hasta sus 30 años y luego miembro fantasma del selecto grupo que por entonces se reunía en el triplex de Santa Fe y Ecuador (el grupo “de los Bioy”, en el que descollaba el joven Jorge Luis Borges junto a Eduardo Mallea, Manuel Peyrou y los “íntimos” José Bianco y Juan Rodolfo Wilcock, sin duda sus dos amigos más afines), esta obra contundente, sutil, compleja y definitivamente exótica al catastro de las letras hispanoamericanas, ha superado con creces cualquier intento de interpretación. De manera más espontánea que elusiva, más fiel a su íntima fuerza que a los deberes consabidos.
Seguramente, por una cuestión de instinto (instinto de escritora sin cultura de personaje público), o aun: por una cuestión de naturaleza, de puro instinto animal. No en vano, a la “Encuesta a la literatura contemporánea” de la serie Capítulo (1982), Ocampo respondió sobre los temas que habrían de definir su escritura: “Yo creo que es el amor, el tiempo, la confusión de sentimientos... A veces temas que no quisiera abordar, pero que vienen a mi encuentro. Los de la venganza, de los celos, del dominio de un ser sobre otro ser, el engaño, la naturaleza. La infancia, los animales, la vida animal”. En otras palabras: aquello que escapa a lo que de él se espera; escapa a la carrera (en sentido literal y literario). Como el Zepelín disparatado del relato “Nueve perros” -incluido en Los días de la noche (un título envidiable de 1970): “El séptimo, Zepelín, era un lebrel barrigón, de color café con leche, que corría más lentamente que cualquier perro. Era tan tonto, que un día, persiguiendo con otros perros una liebre, corrió junto a ella y la dejó atrás. Esta escena me pareció tan insólita que la referí en un cuento de uno de mis libros. Nadie lo quería y él no quería a nadie, o bien todo el mundo lo quería y él quería a todo el mundo, según soplaba el viento. Seis perros lo ultimaron en una zanja. En otros tiempos, en otras tierras, lo hubieran coronado en honor a Diana”.
Critikon: tino y desatinos
Mucho se ha dicho y escrito sobre la curiosa operatoria de Silvina Ocampo con respecto a “lo menor” (el punto de vista de los niños, el idioma de las mujeres, el modo de vida subalterno, el brillo brutal de lo doméstico y la crónica de hechos de improbable verosímil a través del recurso del diario personal, el epistolario y la habladuría, entre otros tópicos favoritos de la lectura “de género”), y lo mismo en cuanto a “lo indeseable” (el crimen, la envidia, las bajas pasiones, lo cruento, lo que excede a la esfera de lo que la moral humana reconoce y admite para sí; asuntos sobre los que un Borges perplejo tentó: “En los relatos de S. O. hay un rasgo que no alcanzo a comprender, ese extraño amor por cierta crueldad inocente u oblicua; atribuyo ese rasgo al interés, al interés sorprendido que el mal inspira en las almas nobles”).
Mucho, además, se ha ensayado en torno a la aparente “incorrección” de su versión de la política (un extenso malentendido a ser subsanado todavía), cuando no directamente se atacó el hecho de tomar como motivo,en especial en su poesía más temprana, los atributos más riscosos de la Patria: sus símbolos. Tanto asombro ha causado esto (el que sobre bases tan “degradadas” pudiera erigirse una obra tan cabal), que para volver accesible el fenómeno se acuñaron fórmulas inteligentes (como que su “extraña moral de la lengua” se funda en una pasión por la simetría, y de entre el repertorio de las simetrías, particularmente en las inversiones; hipótesis que Matilde Sánchez expone en el “Prólogo” a Las reglas del secreto de 1991), o bien se calificó su uso del lenguaje de exagerado, y por lo tanto corrosivo de los rasgos típicos del relato realista y así sustento de su propio universo enrarecido, entendido como lexicón de una variante de lo “fantástico” (en la ya clásica y en exceso celebrada lectura de Sylvia Molloy, “Silvina Ocampo, la exageración como lenguaje” de 1969).
Otros no dieron el menor rodeo. Por citar sólo dos casos, Abelardo Castillo anotó en la revista El grillo de papel (1960): “Tomás Eloy Martínez sospecha que, por lo menos, La furia es una de las colecciones narrativas más intensas que ha dado el país. Esta sospecha es sospechosa. La autora de Espacios métricos, sin duda, escribe bien, tiene un estilo particularmente elegante, puede ser astuta, pero no articula con exactitud el riguroso mecanismo del cuento. El círculo mágico, la inventada realidad donde un narrador introduce al que lee, obligándolo a creer en resucitadas, horlas o pescadores sin sombra, esa que angustia en Kafka y escuece en Chéjov: la atmósfera del relato, no aparece aquí. Hay, es verdad, una constante tenebrosa, malvadísima, una suerte de frívolo draculismo que se repite en todas las historias, pero la frivolidad no es intensa”. Y bajo otro signo, el gran Enrique Pezzoni aportó en el “Prólogo” a la reedición de La naranja maravillosa (1985) una intuición de largo alcance: “Los personajes de Silvina Ocampo no parten de una teoría sobre el mundo ni obligan a la realidad a ajustarse a sus cálculos: deseo no es cálculo. Para ellos, la realidad es el instante en que la miran: contemplar es un acto de creación y conocimiento, una operación mágica sin ambición de dominio”.
Ahora, la pregunta es: ¿renovará la crítica su capacidad de leer lo que hasta hoy ha visto como obra cerrada?
Pocas palabras
Una clara economía de palabras como motor del acto de escritura. Contra la profusión coherente, contra la “productividad” de todo texto, en Silvina Ocampo se encuentra, radiante, uno de los principios de la “Metáfora del ojo” de Roland Barthes (Ensayos críticos, 1964), más allá de la división de géneros: “La novela procede por combinaciones aleatorias de elementos reales; el poema, por exploración exacta y completa de elementos virtuales”. Elementos y procedimientos que son capital. Y al respecto, un mito o paradoja de origen: “Aprendí a contar, en la literatura y en la vida. Mi primer cuento jamás se publicó. Era una nena cuando lo escribí. Mi profesora de inglés me había encargado una composición. Y yo inventé una historia de dos príncipes encerrados en una torre. Era larguísima. Llené doce cuadernos. La profesora quedó admirada y asustada por la extensión. Me dijo: `Esto no se debe hacer. No hay que escribir tanto. Es muy caro. Se gasta mucho papel, mucha tinta, muchas plumas y mucho tiempo para leerlo’. Desde entonces comprendí que la literatura debía ser barata y, para eso, había que escribir corto. Por eso mis cuentos, en general, son breves. Por economía”.
Siendo así, resulta evidente que cualquier interpretación es prácticamente un lujo, y que lo que no debiera ser ligero es la lectura. La lectura de los lectores, capaces de reflejar las cualidades que Silvina Ocampo quería del escritor: “El don de observación, de concentración, de adivinación, de sensibilidad, de orden, de pasión, algo de espíritucrítico, una suerte de misticismo, de entrega total al trabajo”. Lectores interesados en cierta experiencia de lectura. Léase: “Yo tengo sumo interés en despojarme de mí misma”.