Crónica de un hombre solo
por Alan Pauls
Siglos antes de reemplazar al suizo Bruno Ganz por el argentino Renault Mégane, Wim Wenders (1945) fue la pata cinéfila de un tándem que por entonces –principios de la década del 70– amagaba con dar un golpe importante: liberar la sensibilidad alemana del kitsch, arrancarla del ostracismo provinciano al que parecía condenada e infiltrarla en las órbitas más influyentes de la cultura europea. La otra pata de la sociedad, literaria, era el austríaco Peter Handke (1942), famoso entonces por un precoz thriller objetivista (Los avispones, 1966) y una comentadísima provocación teatral (Insulto al público). Entre 1971 y 1987, Wenders y Handke promovieron el nuevo Zeitgeist alemán –que combinaba las rémoras estéticas de la nouvelle vague con una sólida poética de la perplejidad– en tres películas conjuntas: El miedo del arquero ante el tiro penal (1971), Movimiento falso (1974) y Las alas del deseo (1987). En la primera, Wenders adapta, prácticamente calca la novela homónima de Handke (1970), un esquizopolicial basado en los vagabundeos a los que se abandona un golero de primera C luego de estrangular sin mayores motivos a la cajera de cine con la que pasa la noche. En la segunda, Handke versiona con inspirada permisividad el Wilhelm Meister de Goethe y Wenders consigue el film más contemplativo y novelesco de su carrera, una de cuyas virtudes –no la menor– es el debut de Nastassja Kinski en el papel de Mignon, una adolescente muda que alborota a todos los adultos que la rondan (empezando por su propio padre, el sátiro Armin Müller Stahl). La tercera, la más conocida, es también la más conjunta: Handke escribió un guión original –más bien un par de líneas narrativas y un mosaico de furtivos monólogos interiores– y Wenders, que lo tradujo a 126 minutos de celuloide, logró avistar más de una vez los fulgores de un esteticismo filosófico que olvidaría con pasmosa rapidez.
En rigor, además del trauma del nazismo, que ninguno de los dos llegó a conocer en carne propia pero cuyas silenciosas secuelas de posguerra respiraron, Wenders y Handke compartían tres cosas: el gusto por las narrativas deambulatorias, la pasión por las asincronías que alteran la relación entre palabras e imágenes y la devoción por la literatura, el rock y las iconografías de la cultura popular norteamericana, una cultura de ocupación que –del juke-box a la manera de fumar de Humphrey Bogart, del western a Creedence Clearwater Revival– les proporcionaba aquello de lo que la cultura alemana, sacando al innombrable Wagner, carecía por completo: un repertorio de mitos. Wenders, como es bien sabido, sucumbió al ácido corrosivo de la década del 80: dejó que las incomodidades de su alemanidad se diluyeran en un internacionalismo cool, reabsorbió su vocación por los relatos itinerantes en la épica de los programas de millaje y, ay, descubrió la ropa de marca (pero nunca logró vestirse como David Lynch).
Como lo prueban sus fotografías actuales –no tan distintas, en realidad, de las de hace veinte años–, que suelen mostrarlo como un clochard friolento, suerte de Kung Fu mal dormido, muy remiso a posar, que acaba de llegar de una larga peregrinación y sólo está de paso, Handke tuvo mucha mejor suerte: el formol de la literatura es más eficaz que el de la imagen (o los años ‘80 entendieron que los libros eran huesos más duros de roer que las películas y los excluyeron del banquete principal). A diferencia de su ex socio alemán, tan sensible a las solicitudes del mundo, Handke declinó todos sus vértigos, se asiló en el mismo ostracismo provinciano que alguna vez lo había empujado a la demencia y se convirtió en el Kaspar Hauser de las letras contemporáneas: un eremita que, según le confesó a Herbert Gamper, vive “solamente de los intersticios”, como el musgo. Hizo, él también, una película –La mujer zurda (1976), con Bruno Ganz, crónica de una separación cuya versión novelesca escribió después de filmarla–, y libros que sembró de imágenes modernas –Cuando desear era útil, que incluye “Los secretos públicos de la Tecnocracia”, su notable ensayo fotográfico sobre la urbanización parisina de La Défense–, pero básicamente se dedicó a lo que siempre hizo como nadie: estar solo, reinventar el arte de la descripción y componer autorretratos extravagantes.
El peso del mundo es uno de los mejores de su galería (otros que elijo sin pensar, compelido por la nostalgia incurable que me inocularon: Desgracia indeseada, el Ensayo sobre el día logrado y el Ensayo sobre el cansancio, La tarde de un escritor). Fechado entre noviembre de 1975 y marzo de 1977, este diario de escritor –uno de los más encarnizadamente regulares que conozco, y también uno de los más laxos– es contemporáneo de la redacción del guión de La mujer zurda. Esa simultaneidad no es ajena al uso particular que Handke hace del género: como el film por venir se apodera de las potencias de la narración, el diario puede entregarse sin preocupaciones a los pasatiempos microscópicos, intermitentes y gratuitos de la “crónica de una conciencia”. Leyendo El peso del mundo no es mucho lo que sabremos de su autor a lo largo de esos diecisiete meses. Algunas pistas penosamente arrebatadas al texto: Handke tiene una hija (A.) a la que suele llevar a la plaza o a la escuela; a veces se fastidia y le dan ganas de golpearla. Handke vive en un suburbio francés, o en el campo, o pasa un tiempo en un lugar de vacaciones, nadando. Un amigo de Handke se muere. Y en el bloque narrativo más consistente del libro (ver el fragmento reproducido en esta misma edición), Handke se enferma –un problemita en el corazón– y pasa siete días de corrido en un hospital presumiblemente francés (en el paisaje de puros chispazos perceptivos que dibuja el libro, la evidencia de esa mera continuidad “dramática” basta para darnos la impresión de que la experiencia que Handke describe nace y se forma en vivo, ante nuestros ojos).
En El peso del mundo casi nadie ni nada tiene nombre, no hay causas ni efectos, los grandes contornos –relaciones, acciones, duraciones, historias– se desvanecen, eclipsados por los pliegues más ínfimos del mundo. Ni siquiera la Historia escapa a este régimen de vaciamiento casi blanchotiano: en cerca de 330 páginas aparece sólo dos veces, el tiempo justo para asomar la cabeza y retroceder, ahuyentada por cien caras extrañas que no quieren ser perturbadas. Primeras elecciones en España tras treinta años de dictadura franquista (junio de 1976): “El señor F. dice (porque hay elecciones en España): ‘Hoy es un día histórico!’” Mao Tsé Tung: “Malraux sobre Mao: ‘Ningún hombre después de Lenin hizo tanta historia como él’. (El campeón en hacer historia... y, sin embargo, ayer, con la muerte de Mao, mi sensación fue que ese hombre quizás en verdad había perfeccionado a los hombres y que con violencia también se recorrió a sí mismo)”. En uno de los insights más sinceros del libro, Handke escribe: “‘Delante de mi cosa se movía algo de alguna manera’ (A veces esta frase describe perfectamente mi sensación del mundo)”.
Pero este fanático de la indeterminación, que no tiene más que rozar algo con su prosa para desarraigarlo, es también un enfermo de la nitidez, la precisión, el recorte. Los apuntes de Handke son a veces tan radiográficos que no parecen escritos; son a la vez completamente abstractos y completamente realistas, como una planta arquitectónica o un electrocardiograma. “El niño quiere darme la mano porque le molesta la manga que le cuelga”, por ejemplo; o: “Una niña que ya habla como una mujer, sólo con la boca, sin ningún otro movimiento del rostro”; o: “En el cine: un hombre tocó el hombro desnudo de Raquel Welch, y yo tomé conciencia de mis manos frías”. Handke describe no como quien duplica por escrito lo que ve, oye o hace, sino como quien lo subraya en la materia misma en la que transcurre –la cotidianidad humilde y asimbólica–, directamente, y luego lo extirpa y lo enmarca y lo pega en la página: la descripción como operación de cut & paste, el diario como colección de ready-mades de experiencia. Pero si cada una de las muestras que pueblan El peso del mundo –gestos mínimos, pequeños accidentes cotidianos, visiones, contratiempos, forcejeos–, secas como son, tienen la densidad emocional que tienen, es porque Handke encuentra en la escritura del diario la única forma capaz de “traducir” esos recortes sin traicionar su irreductible necesidad conceptual: la forma del haiku; es decir: un milagro de abstracción y realismo en versión lírica.
A lo largo de El peso del mundo, Handke, como Greta Garbo, sólo quiere una cosa: estar solo. Las visitas lo perturban; le molesta que le hablen desconocidos por la calle; va de visita a casa de alguien y sólo siente bienestar cuando lo dejan solo en una habitación durante un rato. “Un escritor o cualquiera que ya no soportara estar solo no podría interesarme.” Con la soledad –condición mítica de todo escribir, convención clave de la escritura de un diario–, lo que reaparece aquí es el solipsismo maníaco, esa fuerza distintiva que los héroes de la ficción alemana made in Handke-Wenders enarbolaban en los años 70 con el orgullo y la autoconciencia icónica con que Marlon Brando o James Dean lucían sus camperas de cuero en la pantalla. Sólo que ahí donde la ficción americana se detiene –cuando el héroe se retira del mundo y queda a solas, sin posibilidad de “conflicto”–, ahí mismo empieza la alemana, la ficción del momento privado: el personaje se pone a hablar a solas; le habla al espejo, a un grabador, a la cámara anónima de un fotomatón, a un teléfono que del otro lado de la línea ya han colgado, o realiza toda clase de acciones gratuitas, hace muecas, tics, monigotadas, imitaciones de gestos que vio y que le gustaron... Como buen discípulo de Kaspar Hauser, el Handke de El peso del mundo pone en escena una enciclopedia de manías, compulsiones, reflejos y automatismos que sólo se despliegan lejos de la luz pública, negándola con una encaprichada terquedad. No son secretos atroces; no son traumas, ni pasiones inconfesables, ni dobles fondos inesperados: son los signos cómicos, estériles, a menudo artísticos, de un autismo benévolo que Handke y Wenders elevaron a la categoría de síndrome creador, y que en rigor hunde sus raíces en una tierra mucho más cercana: la tierra de la infancia. De ahí, sin duda, todas esas bandadas de niños que pasan por las páginas de El peso del mundo, y que Handke describe con una fruición y una euforia apenas disimulables, como si los niños –porque son opacos, porque están fuera de todo imaginario, porque no conocen la histeria, porque hacen del ensimismamiento una pasión– fueran el objeto ideal para su prosa y, a la vez, las únicas criaturas en las que pensaba la literatura cuando imaginó algo llamado diario íntimo.