RESEñA
La Habana difunta
Los palacios distantes
Abilio Estévez
Tusquets
Barcelona, 2002
272 págs.
Por Claudio Zeiger
Las declaraciones de amor y odio a las ciudades pueden producir una gran literatura y, a la vez, echar a andar el fenómeno de volver literarias a las ciudades, no necesariamente embellecidas pero sí siempre más interesantes de lo que son en la realidad.
Si Buenos Aires fue refundada varias veces por los escritores –Borges, Arlt, Cortázar, entre otros– y París fue refundada por Hemingway, La Habana ya no es la misma después de Lezama Lima, Cabrera Infante, Reinaldo Arenas o Virgilio Piñera. Y por eso hablamos de las ambivalencias de amor/ odio: nunca las celebraciones acríticas fundan ciudades míticas. Tampoco la negación absoluta de la propia tierra. Los palacios distantes, de Abilio Estévez (autor, además, de Tuyo es el reino, libro que le abrió camino en España, donde fue celebrado con pitos y matracas por una crítica evidentemente ávida de cubanidad y trópico), viene a continuar esa línea de explorar en los secretos, la decadencia, la sensualidad, la locura y la muerte de La Habana, con la contradicción a flor de piel. No hay abiertas declaraciones de amor ni de odio. Hay, sí, descripciones contenidas, reflexiones muy sopesadas; hay, en suma, la preocupación de un escritor que se tomó muy en serio ponerse a pensar y a escribir sobre este tema que lo apasiona.
Quizás, en esta ficción ambientada en el año 2000, la diferencia con otros tiempos y otros libros más proclives a la mitificación de la ciudad y a la literaturización de la vida es que los seres que habitan Los palacios distantes están condenados a su ciudad. Los personajes de la novela –un viejo payaso artista de varieté, una jinetera y un hombre de mediana edad que progresivamente se va convirtiendo en vagabundo– nunca han salido de la isla. Están encerrados en la ciudad de los sueños y las pesadillas. El arte no es aquí una coartada para mejorar la vida sino una vital necesidad de evasión. En Los palacios distantes, la relación entre la vida, la ciudad y el teatro es dramática.
Los balcones se derrumban, la comida escasea, el clima es una bestia desatada. Victorio (así llamado por su padre, ya que nació en 1953, el año en que Fidel y sus hombres asaltaron el cuartel de Moncada) vive en un viejo palacio abandonado que está a punto de ser tirado abajo. Ante semejante perspectiva, decide juntar sus pocas pertenencias, arrojar la llave en un pozo, abandonar su trabajo y, palabras más o menos, pasar a la clandestinidad. Merodea, yira por la ciudad cambiante. “A Victorio, la ciudad le provoca a un tiempo dos impresiones, la de haber sido bombardeada, la de una ciudad que espera el más leve aguacero, la más ligera ráfaga para deshacerse en montón de piedras; y la de ser una ciudad suntuosa y eterna, acabada de construir, elevada como cesión a futuras inmortalidades.” En sus periplos Victorio se encuentra con una chica llamada Isabel pero que se hace llamar Salma (por Salma Hayek, su ídola) y que viene, quizás, a encarnar a La Habana que parece haber sido bombardeada, y luego se topa con un artista viejísimo dedicado a hacer intervenciones callejeras que sólo buscan desestabilizar el presente adormecido de las personas. Don Fuco, probablemente, encarne esa ciudad “suntuosa y eterna”, la Habana vieja y difunta que quizá nunca existió. Don Fuco vive en una las ruinas de un teatro secreto, donde hay camarines que encierran secretos tremendos, puertas que abren la novela hacia la alucinación y el fantástico. Hay más: Victorio recuerda con insistencia al Moro, un muchacho que tenía 18 años cuando él era un chico y que le enseñó eso que sugiere el título: “¿Tú no sabes que todos tenemos un palacio enalgún lugar?”. El Moro piloteaba una avioneta y desde el aire buscaba ese palacio que todos tenemos, aunque quizá se nos vaya la vida sin haberlo descubierto. El Moro tiene un final desdichado. De grande, Victorio encuentra su palacio –decadente y tardío– en las ruinas de la ciudad. A pesar de tanta ruina y derrumbe, no todo es piedra demolida en esta novela de notable escritura. Hay una sensualidad latente que estalla en algunas páginas de sexualidad explícita, como escritas por un Reinaldo Arenas contenido, bajo control.
Personajes al borde del vacío, vidas ociosas por falta de trabajo, la languidez y la desesperación van de la mano en las páginas de Los palacios distantes. Tanto Victorio como su reverso femenino, la jinetera Salma, viven en mundos paralelos: el de fantasía, presidido por don Fuco, y el mundo real, con extranjeros que vienen a comprar sexo a mansalva con sus billetes de cien dólares.
En fin. Libro mucho más medido (menos impactante pero menos ambicioso) que Tuyo es el reino, Los palacios distantes deja en claro que Abilio Estévez es un escritor que no necesita del pasaporte de “cubanidad” más allá de que lo cubano siga siendo la carta de presentación de este ramal tardío –y renovado– del boom latinoamericano: caribeño, con sexo bien arriba (hétero u homosexual) y condimentos de color local.
Abilio Estévez cumple con ciertos requisitos para ingresar al Primer Mundo literario pero es a todas luces un narrador con juego propio, con una sensibilidad bien cultivada y que puede volar por encima de los clichés que lo deben llamar cual cantos de sirenas.