ENTREVISTA
La reverencia mata
Por Sergio Di Nucci
En Escritos irreBerentes, que la editorial Adriana Hidalgo distribuirá en los primeros días de septiembre, el narrador Juan José Hernández (Tucumán, 1931) celebra y cuestiona ciertos aspectos o zonas de algunos escritores ineludibles en el siglo XX latinoamericano.José Bianco, Pablo Neruda y Octavio Paz son retratados por Hernández desde una elegancia admirativa, rica en referencias. A Lugones, Borges y Bioy Casares les toca peor suerte, un examen polémico de las polémicas que ellos le han ofrecido con generosidad al periodismo cultural. Pero además, Hernández homenajea a Alejandra Pizarnik y recuerda a Silvina Ocampo (o más bien, a la obra de teatro que escribieron juntos), analiza temas como “El cuento y la realidad” o “Poesía y región”, y reproduce, con pequeños cambios, artículos ya aparecidos en diarios de Buenos Aires y de Tucumán (uno de ellos, el excelente sobre San Juan de la Cruz publicado en La Nación). Rubén Darío, la ciudad de Lisboa y Saint Nazaire desfilan en las páginas de Escritos irreBerentes, al que cierra un sensible poema.
Por supuesto, en un libro como éste es materia de debate qué es y qué deja de ser irreverente: ¿un libro, por poner un ejemplo, que colorea a partir de detalles las costumbres cotidianas de los escritores, u otro que, en uno de sus tramos, lo llama a censura por indiscreto? En charla con Radarlibros, Juan José Hernández les concede irreverencia a algunos de los autores a quienes él mismo les rinde “irreBerencia”: especialmente, a Jorge Luis Borges y a Adolfo Bioy Casares.
–Ellos frecuentaban, como diría Borges, las secretas virtudes de la irreverencia. Para Borges, por ejemplo, Saint-John Perse era un poeta monótono y declamatorio, y Gombrowicz, según Bioy, un pésimo escritor.
Desiderátum, publicado el año pasado, iluminó de nuevo su costado poético. –Yo no estaba publicando mis poemas porque para el criterio generalizado de las empresas, la poesía es antieconómica. De ahí que casi todos los poetas, en la actualidad, deban pagar sus inéditos. Por suerte éste no ha sido mi caso. El primero de mis libros lo publicó Botella al Mar, que dirigía Arturo Cuadrado. El segundo lo editó Alberto Burnichon, “el Barbas”, como lo llamaban sus amigos, una especie de mecenas itinerante, editor y librero: recorría en su camioneta Citroën el país y publicaba a los poetas jóvenes. Amaba el teatro, la poesía y el buen vino. Editó varios libros del poeta salteño Manuel J. Castilla. A Burnichon lo asesinaron en Córdoba de un balazo en la cabeza a comienzos de la última dictadura militar.
¿Algunos de los ensayos del libro fueron publicados en la Revista Sur?
–No. Por lo general yo publicaba allí poesía y cuentos. Cuando empecé a colaborar en la revista, el género ensayo estaba lamentablemente representado por Murena. No obstante, recuerdo haber leído en Sur un magnífico ensayo de Georges Blin, “La impureza del nido”, traducido por Bianco en 1960.
¿Cómo se le ocurrió el título de Escritos irreBerentes?
–En una ocasión, mientras leía una conferencia (en la UADE, si mal no recuerdo) titulada “Ideología y erotismo en Lugones”, una persona del público me increpó diciéndome que yo era irreverente con el poeta. Esto me sugirió el título del libro: Escritos irreBerentes con b larga. Porque a los escritores no hay que reverenciarlos, sino leerlos con espíritu crítico, libre de obsecuencias y supersticiones. Algo que me gustaría que ocurriera con mi propia obra. La irreverencia es siempre saludable, incluso con la ortografía. Lo mismo ocurre con el humor, que es el antídoto en contra del acartonamiento y la solemnidad.
¿Qué es de aquella novela anunciada en varias oportunidades, sobre el amante de Montesquiuieu que Proust incluyó en En busca del tiempo perdido?
–Se trata de la vida de un joven tucumano que conoció a Proust y a sus aristocráticos amigos hacia el final de la Belle Epoque. Su nombre es Gabriel Iturri, y Proust (que era un snob) lo adulaba por ser el secretario del conde Robert de Montesquiuieu. Pronto la voy a retomar, está bastante avanzada, y provisoriamente la he titulado Toukouman, tal como escribía la duquesa de Clermont-Tonnerre en sus memorias al mencionar la provincia natal de Iturri.