Una vida violenta
Por Santiago Rial Ungaro
Benvenuto Cellini tuvo una vida de novela. Hábil con el cincel (y también con el cuchillo), este artista florentino, orfebre y escultor dejó su propio autorretrato en Vita, libro con el que da inicio a su automitificación: a los 5 años tomó con las manos un alacrán que no logró dañarlo. Poco después se le apareció una salamandra en el fuego del hogar. Con inocultable simpatía, Marcello Vanucci completó el retrato de Cellini haciendo foco en el lado oscuro de su vida, en el lado salvaje de su personalidad, en los numerosos incidentes que lo convirtieron, a lo largo de su vida, en un rebelde, un prófugo de la ley, un asesino, un inadaptado que, merced a su enorme talento (y su inteligencia para hacerlo valer), siempre supo salir airoso de las situaciones más adversas. Con estilo ágil, bien documentado y por momentos reflexivo (sin ser cargoso ni psicoanalizar demasiado), el autor recorre las andanzas de este notable florentino cuyo prontuario incluye (además de joyas, monedas, esculturas y piezas de orfebrería) asesinatos, vendettas a prostitutas, orgías, sesiones de nigromancia, tempranas acusasiones de sodomía, robos y permanentes enfrentamientos.
A Cellini le daba lo mismo que se tratara de clientes-mecenas de lujo (reyes como Francisco I de Médici, papas Médici, el duque Cosme de Florencia, Gonzaga: la crema de la Europa del Cinquecento) o de cualquier infeliz que osara contrariarlo: Benvenuto era bravísimo, pero justamente por eso su vida fue una lucha fascinante contra el mundo, al que terminó seduciendo. En definitiva, su legado es su obra artística, de una calidad que aún hoy asombra, en la piezas que aún perduran. Aunque, a decir verdad, siendo orfebre, muchas obras de Cellini se han perdido en el tiempo, mientras que el recuerdo de sus aventuras, su arrogancia y su atrevimiento (ambos presentes en su vida y en su obra, ambas inseparables) perduran y constituyen el principal atractivo de este retrato.
Es evidente que Benvenuto Cellini se sentía un superhombre, alguien que podía hacer lo que quería. Cuando esta omnipotencia se limitó a enfrentar encargos artísticos, Cellini mostraba estar “tocado”: su mano era la mano de Dios, su inspiración era divina, y eso lo notaron, lo admiraron (y lo envidiaron) todos sus contemporáneos. Es difícil no dejarse encandilar por la chispa sobrehumana de sus obras, pero cuando esa misma chispa entraba en contacto con ciertas áreas inflamables de su personalidad, el artista celestial se convertía en un verdadero demonio, el azote de Dios. “Yo deposito en Dios todas mis venganzas y que él me defienda”, le escribe en enero de 1559, en tono de reproche, al tesorero Antonio de Nobili.
Cellini, víctima y victimario de la ira divina, fue un hombre de su tiempo, y esa naturaleza paradójica fue la que hizo de él un persona siempre exaltada, alguien que se percibía a sí mismo como un gran artista, como un héroe de aventuras, como un genio. Así es como se percibió a sí mismo, y así lo percibió la sociedad en la que vivió. Y también se lo percibe de esa forma ahora, más allá de la exactitud con que él escribió su vida, donde a menudo lo encontramos exagerando y alardeando de sus aventuras más violentas.
En Benvenuto Cellini se ve cómo se fusionan la genialidad y la locura, el individualismo más extremo y el misticismo, el deseo de reconocimiento y de fama con la generosidad de un artista que nunca escatimó en el costode sus creaciones, como en el caso de su escultura más famosa, el Perseo, que le trajo más de un dolor de cabeza y que tardó años en poder cobrar. Pero más allá de cualquier pretensión psicologista, su vida y su obra nos lo muestran como un ser mítico, apasionado, legendario, fascinante e inventivo. Y también la verdad se inventa.