Infantiles
En un homenaje a Maite Alvarado publicado en estas mismas páginas, Daniel Lnk recordaba que hay tres clases de libros, según los estados que movilicen en sus lectores: libros para desear haberlos escrito, libros para charlar con sus autores y libros para escribir otros libros. ¿Por qué este ordenamiento de los textos sirve para hablar sobre literatura infantil? ¿Será porque es en el origen, en el momento en que se empieza a leer, a formarse uno como lector, que hay que ir a indagar la causa de los males de este momento?
Hacen falta, como han señalado teóricos y críticos (desde Walter Benjamin a Emilia Ferreiro), muchas políticas para revertir las tendencias que parecen hoy hegemónicas, como la de separar a los niños de la lectura, separar a las masas del arte, distanciar a la literatura “de verdad” de su potencial público lector.
Por el momento, y en este espacio, no podemos ocuparnos de revisar la política de las instituciones educativas, aunque sabemos que en la escuela poco se hace para fomentar la lectura y los programas están más ocupados en ver cómo incluir “las nuevas tendencias” que en promover la lectura de los clásicos, por ejemplo. Y cuesta entender cómo no se entiende que el ámbito escolar debe acercar a los niños a lo que ellos tienen más lejos: los libros, el saber y la complejidad del pensamiento. Lo que sí podemos hacer, más modestamente, es revisar qué se publica en materia de literatura y qué piensan algunas editoriales sobre este asunto, cuando publican textos infantiles y juveniles.
Se sabe que los que primero piensan, escriben y se comprometen con los niños son los autores y que, cuando esta responsabilidad seria aparece en formato libro, la coincidencia entre autor, público y editorial es total. Hay que destacar, entonces, en este sentido, los trabajos de Cristina Macjus, Angeles Durini y Mariana Furiasse con Anselmo Tobillolargo, ¿Quién le tiene miedo a Demetrio Latov? y Rafaela, respectivamente. Los tres textos, editados por Ediciones SM, se dividen por edades (esto casi siempre es así, aun cuando habría que revisar los criterios) según los intereses presupuestos de los niños de 7, 9 y 12 años, pero sin escatimar ni el lenguaje ni la sintaxis ni la intriga escudándose en la poca edad de sus lectores.
La colección del Mirador de editorial Cántaro, por su lado, apuesta a la escuela y diseña una “arquitectura didáctica” que sostiene a los clásicos como Ionesco, Conan Doyle, Wilde, Bradbury y demás seleccionados. Sin desestimar estas necesarias vías de acceso, lo que se verifica es que los buenos textos se dejan leer por sí solos.
Por su parte, la editorial Alfaguara suma a su lista de nombres, –Adela Basch, Silvia Schujer y Elsa Bornemann–, mayormente dedicados a literatura infantil, otros nombres que vienen de afuera del género. Sylvia Iparraguirre y Griselda Gambaro se animan a escribir para jóvenes y niños en El país del viento y Gran Nariz y el rey de los seiscientos nombres. La presentación de Gambaro en el mismo relato es toda una declaración de principios: “Además de esta historia, he inventado muchas otras para gente más grande. Y mientras espero que ustedes crezcan y puedan leerlas, sigo jugando con las palabras”.
Laura Isola