Amanecer de un día agitado
En Escritos imprudentes, la vocación totalizadora de Feinmann se comprueba en la forma en que alterna la hipótesis de corte filosófico con el aguafuerte, la reflexión literaria con el relato histórico.
Por JOSÉ PABLO FEINMANN
I
¿Cómo “concluir” un libro en el verano argentino de 2002? Pocas veces la historia se ha mostrado más vertiginosa, imprevisible. Las marchas de los piqueteros. Los cacerolazos de los caceroleros. Y las “asambleas populares”, de una horizontalidad ejemplar, de un nivel de debate político y hasta político-conceptual pocas veces presenciado por estas latitudes. Todos tienen algo que decir, algo que hacer, todo se ha vuelto inminente, nadie quiere esperar, nadie tiene paciencia porque la paciencia se perdió entre las humillaciones del pasado.
Que sea arduo “concluir” este libro es una de las mejores cosas que le puede ocurrir a este país: la historia está abierta, no cerrada. Está irresuelta, en debate, en, precisamente, “asamblea”. La “gente” o el “pueblo”, o la “gente” que ha devenido “pueblo”, o la “sociedad civil”, o lo que sea, está en las calles. La Argentina hace ruido. Ha muerto una de las conquistas más grandes del neoliberalismo: la de afirmarse en medio de una historia clausurada, de un discurso único, de un significante absoluto. Se ve –en medio del fragor, de la bronca, de la queja militante, que no es la queja-quejumbrosa del Martín Fierro o de los tangos del treinta– la posibilidad de un horizonte. Se abrió un espacio que apunta al futuro, y se lo abrió desde la militancia barrial, fabril, callejera, desde el bochinche agresivo e impiadoso. Lo que llamo horizonte no es la manoseada utopía de los ochenta y los noventa. La utopía era una certeza cálida, mansa, desmovilizadora: existía, estaba allí, pasara lo que pasase estaría aguardando, sólo teníamos que dar los pasos necesarios para acercarnos a ella. El horizonte no es la utopía. El horizonte significa que la praxis de los hombres ha abierto un agujero en el muro del Poder, que siempre busca bloquear la historia, congelarla en la modalidad de la denominación. El horizonte no es garantista, la utopía sí. Nos dice: la plenitud aguarda y es inevitable, ya que el ser del hombre es la libertad y nada puede frenar que ella se realice. No: la historia humana es casi la historia del sojuzgamiento de la libertad, su rostro imposible. La historia de la tiranía. Insisto: la mayor conquista del Poder es exhibirnos que nada –salvo él– es posible. Y esa conquista requiere nuestra creencia en ella. El horizonte es una rajadura en el muro de lo imposible. No le cantemos cánticos, no le dediquemos poemas, ya que él no es lo fundante, no existimos porque él existe, sino que él existe porque nuestra praxis histórica lo crea. Los hombres existen para abrir huecos en la realidad, ya que la realidad (lo que existe) es el Poder, que es siempre fáctico, instituido, irrefutable. ¿Cómo atreverse a refutar la realidad? Nada más alejado de la idea del horizonte que esa frase de Perón (inspirada en el viejo Hegel sometido a la burocracia del Estado prusiano): “La única verdad es la realidad”. Pues no: la realidad es reaccionaria, porque lo que existe es el Poder y negar el Poder es superarlo, ir más allá de él, discutirle su pretensión de ser “la realidad” y afirmar que otra realidad es posible, la nuestra, la que no nos oprime, la que no nos niega. El horizonte es la diferencia. Es establecer la posibilidad de la diferencia en el corazón opresivo del discurso único.
Este libro se ha movido entre el abismo y el horizonte. La mayoría de sus páginas se consagran a una descripción (sarcástica, irónica, hiriente) del abismo. Pero ese tono fue deliberadamente elegido: no era la queja sino la ironía, un señalamiento constante de nuestros pavores, de ese estarnos quietos aceptando la inmoralidad, la vejación, la fiesta abyecta. Señalar incluso que inmensas capas del “pueblo argentino” fueron cómplices de la abyección, la toleraron porque recibían las migajas del banquete faraónico. Este país, este “pueblo”, la “gente”, reeligió a Carlos Menem. Los coches cero kilómetro, las licuadoras, los televisores –en suma, las cuotas mensuales– fueron más fuertes que la indignación. A nadie pareció conmoverle que grandes sectores del país se hundieran en la miseria sin retorno. La fiesta de “arriba” dejaba caer sus regalos y los argentinos viajaban, importaban lo que querían y veraneaban en ese paraíso de la mediocridad nacional: Miami. No había cacerolazos por entonces. Nunca –masivamente– la clase media concurrió a ninguna movilización por los derechos humanos. El día del indulto (un viernes, ya que se trataba de un fin de semana largo) muy pocos fueron a la plaza histórica a protestar. Hay que decirlo: nada le roba a un argentimedio un fin de semana largo. Se montaron en los cero kilómetro de la “abundancia” menemista y se fueron en busca de las playas.
Sólo hay algo que le “roba” a un argentimedio un fin de semana largo, y es el corralito. De aquí la cautela con que no puedo dejar de mirar los movimientos de estos días. Una cosa son las asambleas populares, los piqueteros y otra son los cacerolazos; o, al menos, su componente masivo. Conjeturo que no bien se resuelva la cuestión económica, la economicista clase media guardará sus cacerolas. No todos, pero sí muchos, muchísimos. Otros acaso hayan aprendido una lección imborrable de estas jornadas de diciembre y enero: la verdadera democracia se hace abajo, se constituye en el llano, junto a los otros, cuando hacemos del problema del Otro “nuestro” problema. Habría que llevar a los argentimedios a esta honda certeza: este sistema no se hizo para salvarlos a ellos y hundir a los de los estratos más bajos. Este sistema –si arrastra a los obreros como ya casi los arrastró– los arrastrará a ellos. No hay “clase media” en el mundo de los banqueros del capitalismo financiero. No hay “país”. No hay “territorio”. No hay “soberanía” de ningún tipo.
ii
Otra vuelta de tuerca sobre la temática del horizonte. Tan poco asegurado está el contenido del horizonte (que allí espere la plenitud, la liberación, el reino de la libertad o el de los cielos) que ese contenido puede ser el del abismo, el de la destrucción. Abrir el horizonte implica abrir la posibilidad de lo diferente, no su realidad. Un mundo sin garantismos es un mundo en que la posibilidad es la única garantía. Luchamos por abrir una diferenciación en la sustancia monolítica del neoliberalismo. En el final, lejos de estar la plenitud de los ideales realizados, puede estar otra vez el abismo, ya que la historia es azarosa, afirma y niega, construye y destruye. Pensemos el mundo en el imaginario precolombino. Un mundo plano sostenido por un par de elefantes o un par de semidioses fornidos. Nos lanzamos a la mar en nuestros barcos y vemos el horizonte, pero en ese horizonte se acaba la tierra y caemos al abismo. Para los navegantes precolombinos el horizonte era el abismo. Llegar al horizonte era caer a la nada. Era morir en la modalidad de la catástrofe. Asumir esta idea es el verdadero coraje de la praxis del nuevo milenio. Todos los garantismos han muerto. Ninguna utopía se ha realizado, y buena parte de su irrealización se explica porque todas se presentaron como inevitables. El horizonte es la apoteosis de la posibilidad, no la cálida certidumbre de su feliz realización. Pero la certeza de la incertidumbre debe moldear, fortalecer la praxis histórica. Porque el horizonte existe en tanto existe la praxis. Sólo la praxis abre esa hendija en el bloque del discurso único, de la sustancia única. Y esa praxis surge de la negación. En este sentido recuperamos la dialéctica. No en el sentido de una necesidad interna de los hechos históricos que habrá de llevarlos a un final escrito en esos mismos hechos, en la materialidad, eso que las filosofías de la historia llamaron teleología y que radicó, esencialmente, en encontrarle un sentido a la historia. No hay sentido de la historia, sólo hay sentido de la praxis. Este mundo puede ir a cualquier lado y –en efecto– pareciera que va abrupta, torpemente al abismo. Pero la praxis antiutópica no necesita de garantismos metafísicos para desplegarse. Le alcanza con ser la militante negación de este presente oprobioso; esa negación resquebraja la monolitidad del sentido único y ese resquebrajamiento es la apertura de la posibilidad, su creación. Con ello habrá de alcanzarnos.
iii
Las asambleas son la respuesta al poder constituyente de la miseria planificada. A ese poder constituyente se opone otro: el de la asamblea, que es el poder constituyente de la verdadera democracia. ¿Por qué? Porque ahí vive, respira, se ejerce la democracia. En esa potencia reside, en la potencia del pueblo deliberativo, cuestionador, asambleísta, que se constituye por fuera del Poder, que rechaza por completo la política tradicional que ha arruinado el país; de aquí el “Que se vayan todos”, que, presumo, no debe ser entendido como una invitación a la anarquía sino como una despedida a los políticos en tanto figuras de representación. Que se vayan todos quiere decir: ya no nos representan. Y si ya no nos representan es porque ahora nos representamos nosotros. Me inclino a interpretar la potencia de estos agentes práctico-sociales, no en términos de “multitud”, sino por medio de esa creación de nuevas subjetividades que reclamaba Foucault, de esa negación íntima que postulaba Sartre, porque –a través del saludable estruendo argentino de hoy– acaso esté asomando una nueva subjetividad, un nuevo sujeto crítico, un nuevo rostro de la rebelión.