Domingo, 7 de agosto de 2005 | Hoy
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En Diario de un fescenino Rubem Fonseca recrea los días de un escritor licencioso con su estilo vertiginoso y su ácida manera de ver la vida y la muerte.
Por Sergio Kiernan
Todavía debe haber alguno que piense que Rubem Fonseca es un autor de policiales. Con esa lógica, Borges es un folclorista porteño y Vonnegut escribe ciencia ficción. El verdadero papel de Fonseca es el de llevarle la contra a toda la literatura moderna brasileña, creando una Río de Janeiro huraña y violenta, frustrada y oscura, que vive el día como si fuera de noche y desperdicia vidas baratas del modo más sórdido y natural. Nada termina bien en un libro de Fonseca. Nunca.
En Diario de un fescenino (Companhia das Letras, San Pablo) ni siquiera hay muertos, porque el tema es el sexo. “Fescenino” es un latinismo que define lo obsceno, licencioso, degenerado, y la poesía erótica medio grosera en la que al parecer eran maestros los habitantes de la comarca romana de Fescenia. Esto no hace del libro un cuento erótico: el sexo en Fonseca es triste, un sucedáneo o una esperanza traicionada del amor.
Esta novela tiene la habitual primera persona, siempre distinta pero siempre igualmente lúgubre, de un hombre –jamás una mujer– que vive como entre paredes. Rufus es un escritor que tuvo un best seller con su primer libro y fue perdiendo lectores rápidamente con los otros cuatro. Al borde de la ruina –lo mucho que ganó se fue en viajes, hoteles, mujeres–, lucha por terminar el sexto y como para despejarse la cabeza comienza un diario un primero de enero. Son notas sueltas, aleatorias, que cubren exactamente un año, arrancan con citas de diaristas como Woolf y Pepys, y casi exclusivamente hablan de mujeres.
Empezando por las cuatro tías que criaron al escritor huérfano y se fueron muriendo cada cuatro años, dejándolo adolescente con un pariente lejano que lo acoge y le permite descubrir su primer objeto erótico, una prima en pleno desarrollo. Es una relación que orilla lo perverso y se salva sólo por la extrema juventud de sus agentes, todavía inocentes.
No es lo que pasa en la actualidad del diario, con el autor cuarentón y enredado con una amante alta y flaca, Henriette, que comete el error de presentarle a su amiga actriz, Lucia. Pronto, Rufus está otra vez en “la logística exasperante de la aventura amorosa”, hasta que decide cortar con Henriette y oficializar con Lucia. Siendo quien es, al mes es Henriette la amante clandestina. Para complicar más las cosas, por la calle aparece Clorinda, joven y radiante admiradora, que desplaza a Lucia jugando a la difícil y planteándole a Rufus un desafío: ayudarla a averiguar si su “hermana mayor”, Virna, no es en realidad su madre. Para cuando eso queda en claro, Rufus está enredado con madre e hija, a escondidas de ambas, usando preservativos de “185 milímetros de largo y 55 de ancho” y desconcertado por los gustos masoquistas de Virna (pezones sangrando, brazos con moretones). La situación estalla con una denuncia por violación y agresión sexual.
Lo intensamente fascinante del libro son las set pieces que son la especialidad de Fonseca. Como una en que Rufus medita sobre la conveniencia de tener muchas madres, porque “quien tiene cuatro madres sufre menos cuando se le muere una que el que tiene solamente una”. O la primera noche de amor con alguien cuyos “gemidos tienen una liviandad colorida”. También seduce el tamaño de la neurosis de Rufus, un hombre que odia a los perros, los mejores amigos, la lencería con encaje, las suegras, la gente que sabe cuántos días tiene cada mes o su número de documento, los lectores, los escritores, las fiestas de artistas y las de dentistas, y los paraguas, entre muchas otras cosas y personas.
El final es torvamente esperable y manso, y deja en claro que Rufus nada puede aprender. Este libro es físicamente tan bello como su contenido, un tributo a la muy civilizada editorial de la familia Schwarcz.
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