Un tiburón amable
POR RODRIGO FRESáN
El título bajo el que Jorge Herralde hace comulgar a estas páginas –El observatorio editorial– me parece acertado y revelador. Herralde es uno de esos profesionales que no se limita a leer primero y a editar después sino que –antes y durante y después– también observa.
De ahí que me atreva a definir estas piezas breves en longitud, pero amplias en su alcance como “miradas”. El resultado de años de pasearse por librerías cercanas y extranjeras (en las que Herralde, yo lo he visto, pasa revista a libros y libreros con la misma mirada exigente con que, estoy seguro, Napoleón dedicaba a sus tropas), por ferias internacionales, por presentaciones de libros en el Hotel Condes de Barcelona, y por bares y fondas y restaurantes de todas partes.
Para Herralde el métier de la edición –como el de la escritura– es una tarea de 24 horas sin séptimo día en el que descansar. No hay tregua ni descanso, y para mayor prueba y evidencia de esto leer el ensayo/método “Un día en la vida de un editor” incluido en estas páginas.
Si una impresión distintiva e inmediata produce Herralde es la de que –como los tiburones– no descansa, no se queda quieto, y es siempre sensible a las vibraciones que hacen los otros en el agua. Supongo que también puede oler la sangre desde kilómetros de distancia. Hasta en la situación más o menos decontracté –en las penumbras de la barra del Giardinetto, en los brillos de esa cita irresistible que es el Premio Anagrama, o en la ya tradicional post-Navidad para los que los Herralde (no olvidar la importancia de la lugarteniente Lali en todo esto) abren su casa el 25 de diciembre por la noche– se tiene la sensación de que este hombre consigue sacarte información sin que te des cuenta. De no haber sido editor, estoy seguro de que Herralde hubiera sido un magnífico “extractor” de secretos top-secret en cualquier servicio de inteligencia.
Así, una conversación con Herralde es una disciplina artística en sí misma donde no faltan las carcajadas, los susurros conspirativos, las cejas enarcadas y, otra vez, la risotada llena de dientes afilados. Pero –también hay que decirlo– Herralde es un tiburón con la elegancia y la inteligencia del delfín. Un tiburón que estaba leyendo Moby Dick cuando el resto de sus colegas leía Tiburón. Un eximio animal social y un sensible hombre en lo privado. Un experto a la hora de sintonizar –de observar y de mirar antes que muchos reparen en ello– algo que está en el aire o en el agua y, enseguida, llevarlo a su territorio.
Prueba de ello es este libro.