Domingo, 10 de abril de 2005 | Hoy
Por Patricio Lennard
¿Cuántos años pasarán antes de que avispados herederos decidan publicar póstumamente los e-mails de algún escritor argentino? ¿Qué autor, entreviendo un futuro semejante, no se ha preocupado alguna vez por cuidar el estilo de esa escritura evanescente que incita el correo electrónico? Convertidas las cartas casi en vestigios del pasado (y sin saber quién será el primero en legar al porvenir un epistol@rio publicable), la correspondencia de Manuel Puig es, con seguridad, uno de los últimos exponentes del género epistolar que verá la luz en la literatura argentina.
Puesto que los géneros íntimos dejaron de tener, en el siglo pasado, una función meramente documental para volverse, ellos mismos, literatura, las cartas de Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik, así como las misivas secretas que Leopoldo Lugones le envió durante años a su amante, Emilia Cadelago (varias de las cuales él firmó con su sangre), son parte destacada del corpus textual al que la correspondencia de Puig viene a sumarse. Este volumen compilado y anotado por Graciela Goldchluk –el primero de una serie de tres tomos– reúne las cartas que el autor le escribió a su familia entre 1956 y 1962 desde Europa, hacia donde partió luego de ganar una beca de estudio en el Centro Sperimentale di Cinematografia, en un momento (los años ‘50) en que Roma era “Hollywood junto al Tíber”.
Redactadas sin sospechar su destino de escritor (sólo hacia el final del libro se avizora el momento en que Puig halla esa voz de una tía que excede la escritura de un guión y origina La traición de Rita Hayworth), las cartas ponen en escena tanto la vida del joven estudiante que se las rebusca haciendo traducciones y dando clases de idiomas como el diálogo incesante que tiene con su madre sobre las películas que ve y las estrellas de cine que veneran. En este sentido, las ocasiones en que Puig se cruza con Sophia Loren (“pese a que tiene granos en la cara me pareció algo de no creer”), con Vivien Leigh (“justamente esta mañana la vi por la calle y estaba hecha un estropajo”), o con la mismísima Rita Hayworth (“Rita insegurísima como actriz, se equivoca siempre, nada de memoria, además para comedia no sirve”), son algunas de las perlas del anecdotario del autor que Querida familia nos regala.
Las cartas de este tomo reflejan, entonces, los años en que “Coco” (su apodo familiar) tuvo su contacto inicial con la realización cinematográfica, en que escribió sus primeros guiones y conoció a Vittorio De Sica, y se deslumbró con la capital francesa (“París, París, estoy reloco, quiero vivir 1000 años en París”), al tiempo que empezaba a sentir ese rechazo hacia la Argentina que sería una justificación para su exilio (“Pienso en Buenos Aires con horror, ¡qué desgracia haber nacido en esa olla podrida!”). Instalado sucesivamente en Roma, París, Londres y Estocolmo –y sin privarse de recorrer casi toda Europa en los seis años (con un intervalo en 1960) que duró su periplo–, Puig esboza a su vez un diario de viaje en que afloran su sentido del humor e ironía: “El viernes fui a Castel Sant’Angelo, que es una especie de fuerte donde en un tiempo vivieron los papas. Está lleno de reliquias y resulta muy interesante. Qué buenos los papas, qué imaginación celestial tenían, ¡qué porquería de gente!”.
Si la crítica ha sostenido que la literatura de Puig funciona en el continuo escamoteo de una voz personal y de un estilo (Juan Carlos Onetti decía saber cómo hablan los personajes de Puig, pero no cómo éste escribía), podemos pensar que en el lenguaje de entrecasa que se oye en las cartas resuena, espontánea, la voz del escritor. En los sobreentendidos familiares, en los encargos, en las trivialidades con que lo cotidiano se filtra en la escritura (y que abren la pregunta de si a Puig le hubiese gustado que estos textos sean leídos por el público), hay algo que remite a la banalidad de las charlas de sus personajes novelescos. Algo que confirma, en última instancia, que Puig también es un personaje de Puig. El reemplazo de la biblioteca por la cinemateca (base del mito del escritor iletrado que se encargó de construir con eficacia) se ve en las múltiples referencias a películas y en los pocos libros que menciona. De este modo, si El beso de la mujer araña puede ser vista como un compendio de su cinefilia, su correspondencia funciona con la m inuciosidad de un catálogo de los cientos de films que vio en aquellos años. “Cinemaniático” antes que cinéfilo, Puig no sólo evita en las cartas el tono esperable de un “experto” (“Vi Senilità, más o menos, Bolognini está tan frío, no me comunica nada. La Cardinale está gorda y pesada como de costumbre”) sino que también deja ver cómo su manía por el cine lo lleva a la literatura sin seguir –en más de un sentido– esa tradición de escritores-críticos de la que Borges es centro indiscutible. Puig compone así una risueña caricatura del crítico cinematográfico que podría haber sido.
En un pasaje de El mundo de Guermantes, Proust le hace decir a la condesa de Arpajon: “¿Han observado ustedes que con frecuencia las cartas de un escritor son superiores al resto de su obra? ¿Cómo se llama ese autor que escribió Salambó?”. Si una opinión semejante es incluso desmedida en el caso de Flaubert, las cartas de Puig –sin ser mejores que sus novelas– son un epílogo póstumo a su obra literaria, una autobiografía improvisada, una “novela” de iniciación en que aparece el artista cachorro. El artista cachorro que ensaya sus ladridos en lugar del león de la Metro Goldwyn Mayer.
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