Las uñas del filósofo
POR ALAN PAULS
“Algún día, quizás, el siglo será deleuzeano.” Lanzado para celebrar la fulgurante aparición de El Antiedipo, a principios de los años setenta, el vaticinio de Michel Foucault fue doblemente memorable, por osado y por cauto. Pronosticó la secularización de un pensamiento heterodoxo, nacido de un prodigioso cóctel de perversiones epistemológicas (un uso menor, pop avant la lettre, de la filosofía, la psiquiatría, la antropología y el marxismo), pero se cuidó muy bien de precisar qué día y qué siglo tenía en mente al lanzar la profecía. El tiempo, desde entonces, no ha hecho más que darle la razón. Sin el esquizoanálisis que Deleuze bosquejó con Guattari en El Antiedipo y amplió luego en Mil mesetas, sin conceptos-fuerza como flujo, devenir, multiplicidad, campo de inmanencia, desterritorialización, molecularidad o nomadismo, un libro como Imperio, de Toni Negri y Michael Hardt, sería inconcebible, tan inconcebible o tan huérfano como las políticas de resistencia que, reescribiendo en clave de política “dura” las tácticas del situacionismo, acechan desde adentro al capitalismo globalizado. Para bien y para mal, oímos la voz de Deleuze en la de muchos pensadores que están a la orden del día –Paul Virilio, Paolo Virno, Giorgio Agamben–, pero también en escritores como Maurice Dantec (que la usa para revitalizar un viejo topos de la ciencia-ficción como el post-apocalipsis), en sellos musicales como Mille Plateaux, que, inspirados en ella, postulan un materialismo sonoro que hace base en el ciberespacio y funde experimentación artística con invención tecnológica, y hasta en la lógica polimorfa y rizomática del monstruo Internet, donde –dicho sea de paso– algunos clubes de fans (webdeleuze.com) se regocijan difundiendo conferencias inéditas y transcripciones de los célebres cursos de los martes sobre Spinoza, Leibniz o Kant.
Deleuze se tiró por la ventana de su departamento de París el 4 de noviembre de 1995, a los 70 años, tras el agravamiento de una vieja afección respiratoria. La erosión que el mal había operado en su voz es sólo una de las revelaciones más flagrantes de los tres casetes del Abecedario (1993), suerte de summa filosófica en la que Deleuze, interrogado por su amiga Claire Parnet, revisita frente a una cámara de video sus grandes caballitos de batalla conceptuales; otra, que alguna vez mereció que lo compararan con Greta Garbo, son sus uñas: larguísimas, sin recortar, como las de Nosferatu, que Deleuze justificaba alegando que no tenía huellas digitales y que el tacto de un objeto o un tejido le resultaba insoportable; la tercera, la extraordinaria complicidad que hay entre su palabra oral, paciente y vertiginosa, y su estilo escrito, cuyos cambios de velocidad son tan fulgurantes como los zigzagueos conceptuales que los animan. Que el suicidio de uno de los últimos maîtres-à-penser franceses no despertara los lloriqueos de rigor sólo se debe a la formidable lección de vitalidad que la obra de Deleuze nunca dejó de dar, y que con su muerte sólo recrudeció. Fiel a un viejo axioma, Deleuze no dejó inéditos; ningún archivo, ninguna reserva de erudición, nada que “capitalizar”: todo lo que sabía lo sabía en y para los libros que escribía, los problemas que fabricaba, los paisajes de acontecimientos que decidía pintar. En enero de este año, sin embargo, la editorial Minuit publicó L’île déserte et autres textes (La isla desierta y otros textos), la edición que hizo David Lapoujade de los artículos, reseñas, prólogos, entrevistas y conferencias que Deleuze publicó en Francia y en el extranjero entre 1953 y 1974. Hay un segundo tomo en preparación, Un régimen de locos y otros textos, que reunirá el material publicado entre 1975 y 1995. De allí proceden los dos textos que publicamos a continuación, traducidos por primera vez al castellano. El primero, además de refrescar una alianza poco atendida, la que Deleuze estableció alguna vez con Jean-Paul Sartre, dibuja, ya en 1964, el gran horizonte que movilizará toda su obra –una filosofía no filosófica: un pensamiento “del afuera”–, y pone al desnudo la fuerza que asegura su más urgente actualidad: el entusiasmo. El segundo, de 1967, permite celebrar la flamante reedición española de Presentación de Sacher-Masoch en Amorrortu, uno de los ensayos más bellos y menos leídos de Gilles Deleuze.