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Domingo, 5 de febrero de 2006

Hacé el cuatro

 Por Juan Sasturain

Había, cuando yo era chico, un desafío entre burlón y amistoso que solía proponerse a quienes –por su estado general, por su locuacidad particular, por la evidencia de las botellas abandonadas al pie– se suponía que estaban borrachos: Hacé el cuatro. Y el conminado siempre lo intentaba, con esa necesidad de mostrarse sobrio y literalmente equilibrado que tiene todo bebedor consciente. Hacer el cuatro consistía en mimar el dibujo del número con las piernas, flexionado lateralmente una hasta poner el tobillo detrás de la rodilla de la otra. Si el desafiado se mantenía así, en equilibrio sobre un solo pie y “haciendo el cuatro” los segundos mínimos, probaba que estaba sobrio, que sabía lo que hacía. Bien: Angel Faretta, escritor de algún modo secreto, crítico de cine de pensamiento fundante y docente magistral, nacido en Buenos Aires el 21 de abril (fecha de la fundación de Roma, le gusta precisar) de 1953, viene haciendo el cuatro desde hace años, desplegando su destreza y su saber a pedido y/o sin que lo desafíen, sin estar ebrio ni mucho menos dormido: el insomnio puede ser una de las formas más aparatosas de la lucidez. Precisamente, sus cuatro historias –que son argumentalmente diferentes pero de algún modo también modulaciones de un tema único– pertenecen a la categoría de los inolvidables relatos despertadores: cansados de las recetas narrativas de hechura flagrante o los ejercicios rutinarios a la moda, hartos de los sleeping tales, abrimos los ojos o los mantenemos abiertos y pedimos más, más walking up tales en la oscuridad.

No es casual –y si lo es, bienvenida sea la coincidencia– que El saber del cuatro aparezca simultáneamente con la largamente demorada Teoría del cine del mismo Faretta, síntesis de sus ideas sobre el arte del siglo XX que inventó Griffith, que desarrollaron los Estudios y que, cumplido su objetivo de contrarrestar ciertos elementos de la modernidad liberal “ha llegado a su fin”, según el autor. Porque aunque no son recíprocamente necesarios, los dos textos se iluminan: “En una película de Hitchcock, la primera historia (la anécdota de superficie, digamos) la tiene que entender un chico de diez años. Después, por supuesto, hay metafísica, esoterismo y mucho más. Pretendo con mis relatos que la primera historia también la entienda un chico. Después, si desean cavar, hay citas y referencias para cien años –le declaró recientemente a Rafael Cippolini–. Se trata de disponer en forma operativa lo que en teoría se introduce más especulativamente”. Literatura programática entonces, ejercicio deliberado en que la reflexión teórica acerca de la naturaleza del relato raramente es explícita y puesta en boca de los personajes, pero se manifiesta a la manera de un ejercicio metódico. Como en las novelas de Marechal, digamos, como los textos ejemplares del nouveau roman, digamos, como en las especulaciones narrativas de Raymond Roussel o la arquitectura dantesca, para abrir el espectro más amplio y no necesariamente afín con el autor.

“Mi pretensión es hacer una especie de historia de la Argentina a partir de relatos y novelas fantásticas que empezarían en la época de la Colonia pasando por el siglo XIX y distintos episodios del siglo XX, hasta llegar a lo que imagino que puede ser el futuro del país”, ha explicitado Faretta. Nada sin embargo más lejano a sus intenciones que el registro directo, la pretensión sociológica. En El saber del cuatro, la cita de Auden de The Rake’s Progress (“La carrera del libertino”, ópera de Stravinsky basada en grabados de Hogarth) que le sirve de acápite, da una pista de hacia dónde apuntan sus especulaciones: “Muchos insisten en que no existo”, dice el Diablo. “A veces yo también lo desearía.” Estamos en un ámbito diferente del habitual contemporáneo, aquí el Mal no es un problema de conducta individual o social, una anomalía a corregir con la Educación y el Psicoanálisis, sino un enemigo encarnado, una realidad que plantea la acción en los términos de otra Batalla, como le gustaría decir al autor de Megafón. Elusión y alusión se alternan y complementan en este libro complejo y jamás confuso, lleno de peripecia y personajes inolvidables, escueto de explicaciones. Muchachos comunes y mujeres providenciales o de las otras se embarcan en destinos curiosos o fantásticos a los que se entregan más dóciles que asombrados, como en los mejores relatos de Bioy. En el primero de los textos, Halcones de la noche –por el cuadro famoso de Hopper, claro, el del bar de la esquina iluminada– cuatro personajes onettianos casi explícitamente simbólicos varados en un bar del Bajo, salen de su letargo ante la joven Belleza amenazada. Es el más “realista”, si cabe la calificación para Faretta. En el segundo, Mientras subía, la trama de circunstancias recurrentes se ambienta en un futuro ominoso –Orwell, Wells, Huxley– en que la identidad de la mujer, alternativa y sucesivamente Berthe, Haydée, Renée se desdobla en recuerdos y sueños indiscernibles de la realidad nunca fijada definitivamente. El tercero, más extenso y ambicioso de los cuentos –Capítulo siguiente: desesperación–, con un revelador acápite de Santo Tomás de Aquino (Binarius numerus infamis), se sitúa en el primer tercio de la historia argentina del siglo XX y cuenta –con peripecias ejemplares de una época y una clase– una vida con dos protagonistas, Ariel y el narrador, que no son, como estos relatos, sino dos aspectos de un mismo destino o un mismo tragicómico juego, mítico pacto. Finalmente, las peripecias de un equívoco chamán fuera de tiempo, lugar y sentido sirven para mostrar, en El carnaval del mundo, una imagen sordamente apocalíptica del futuro nacional en que jirones de tecnología residual conviven con las formas más primitivas de asociación, se redescubre la cruz, leitmotiv, símbolo que atraviesa los textos, asoma, se muestra para escurrirse.

Las referencias culturales, las citas de soslayo –personajes que se llaman Otranto, Scheler, Hoffmann, etc.– y las alusiones cruzadas que tienden un entramado de reflejos no sólo argumentales entre todos los relatos, crean una sensación de pletórica riqueza a la que el estilo “de nerviosa textura”, absolutamente original, sirve sin entorpecer. El saber del cuatro es un libro de los que te desafían, de los que invitan a hacer el cuatro al lector.

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