› Por Damian Tabarovsky
Hace muchos años, recorrí la provincia de Buenos Aires en auto. Era un Chevrolet 400 naranja, en un estado calamitoso. Cerca de Trenque Lauquen, el auto se fundió o algo así. Estaba atardeciendo, hacía 33 grados y no había un árbol en kilómetros a la redonda. El amigo con el que viajaba partió a dedo en busca de un remolque y yo me quedé solo en el auto. Prendí la radio, pero al rato la apagué. Tuve miedo de que el auto se quedara sin batería (o quizá la apagué porque lo único que pasaban eran canciones de Argentino Luna, no me acuerdo bien). Entonces abrí la guantera y, muerto de aburrimiento, encontré el manual del Chevrolet 400. En un instante, o en menos, estaba absolutamente atrapado por la lectura del libro. Lo leí varias veces, al punto de memorizarlo (todavía hoy recuerdo perfectamente los capítulos “Encendido” y “Carburación”). En la abstracción de la lectura, el manual se me había vuelto el eslabón perdido entre los poemas de Ponge sobre las piedras o las cosas, y la poesía objetivista norteamericana a lo Zukofsky. Un par de horas después mi amigo volvió en un camión cisterna y el encanto se desvaneció (después me dijo que no había tardado horas, sino apenas 20 minutos. El tiempo en la pampa es así, irremediable).
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