Pasión tropical
POR CLAUDIO ZEIGER
No es desconocido que muchos de los nuevos escritores latinoamericanos nacidos alrededor de los años sesenta cometieron su módico parricidio (un parricidio más bien light, un intento de asesinato sin mucha alevosía) contra el padre supremo del realismo mágico, el Gabo, argumentando básicamente que una generación nacida después de la TV y rigurosamente urbana, poco y nada tenía que ver con los colores vívidos de las novelas de dictadores otoñales, las sagas maravillosas de los Buendía, los desbordes tropicales y barrocos de García Márquez, Alejo Carpentier, algún que otro de José Donoso.
Muchos se inclinarían más a reconocer como padre fundador a Mario Vargas Llosa (La ciudad y los perros, Conversación en la catedral) y, los más depresivos, a Juan Carlos Onetti, el escritor por excelencia del anti-boom. Más allá de las cuestiones de gusto literario, más allá de las preferencias y rencillas del mundo literario, podría agregar que a la distancia que siempre tuvo la literatura argentina con respecto a “lo latinoamericano”, en mi caso consigno la sensación de lejanía emocional que me produce García Márquez por el hecho de estar hipercanonizado desde hace tantos años, muchos más de los que parece a primera vista (quizás por ese efecto de “mundo nuevo” que guarda siempre el imaginario latinoamericano).
Una anécdota trivial, pero llamativa: hace unos años, en Cartagena, iba arriba de un “chiva” turística recorriendo la parte histórica de la ciudad, cuando el guía señaló hacia un lado y dijo: “Ahí está la casa de García Márquez, muy rodeada de alambre de púa, como pueden ver”, y fue evidente cierta bronca contenida en su voz, cierto rencor. Gabo, al parecer, no se mezclaba con la cultura de la ciudad como Jorge Amado con la de Bahía.
Esa idea de un Gabo encerrado –o atrapado– en una torre de marfil o no (y con púas) es precisamente la imagen que tengo de él: un escritor aislado, capaz de sorprender con un libro atractivo de vez en cuando (los Doce cuentos peregrinos, Noticia de un secuestro), pero irremediablemente embebido de un pasado inmodificable, viviendo para siempre de la gloria de esos Cien años de soledad que tanto valen como tanto cuestan. Un escritor que hace rato dijo lo que tenía para decir y que desde entonces se inventó temas, inquietudes, repeticiones y obligaciones. Como Günter Grass o Norman Mailer, escritores con una imagen demasiado agigantada, un aura demasiado evidente, en fin, cosas de las que seguramente son más culpables los otros (los canonizadores, los cazadores de celebridades literarias, los que hacen listas como “las-diez-mejores-novelas-de-todos-los-tiempos”) que ellos mismos.
Siempre me pareció más estimulante el personaje de Mario Vargas Llosa: por lo menos dan ganas de bajarle los dientes de esa sonrisa dentífrica de liberal evangélico. Y por partida doble, por ser tan buen escritor y por ser tan hijo de puta al mismo tiempo. Siempre me pareció que, por obra ygracia de los chupamedias, Gabo terminó representando el lado más blando del boom, el menos crítico, el ala menos cuestionadora, sensual, pero poco sexual; una literatura de floja descendencia y con el gran mérito (y riesgo) de casi no tener genealogía, condenada de antemano a quedarse sola, porque prácticamente sola nació y sola creció (o mal acompañada).
Su obra es única –y por eso siempre tendrá su lugar–, pero estará condenada a cien o más años de soledad.