Domingo, 14 de noviembre de 2010 | Hoy
Entre las bodas principescas de Grace Kelly y los funerales principescos de Lady Diana –dos grandes acontecimientos mediáticos– había obvias semejanzas: el fasto de la ceremonia, la aureola de las cabezas coronadas y de las divas de la pantalla, el nexo mítico entre el amor y la muerte, que aproxima tálamo y tumba, igualando bodas y exequias. Millones de personas siguieron aquellos dos ritos en los periódicos y la televisión.
Pero en los años transcurridos entre aquella fiesta y aquel luto, se había producido una profunda transformación cultural, que había cambiado también el modo de percibir aquellos eventos. Mirábamos las fotografías y las imágenes televisivas de la bellísima y glacial Grace con agradable y distraída indiferencia, sentados en la peluquería o medio dormidos delante del televisor, agradecidos por la fatuidad que reina unos instantes y desaparece sin dejar rastro. La muerte de Lady Di, en cambio, se convirtió no sólo en objeto, como es obvio, de fugaz conmiseración y vaga curiosidad, sino también de comentarios de intelectuales, sociólogos y filósofos; fue celebrada como un acontecimiento de relevancia mundial, generó más psicosis de masas que los misiles soviéticos instalados en su día en Cuba; hizo sollozar a personas que permanecen impasibles ante la noticia de los niños mutilados y asesinados por los traficantes de órganos, se le dedicaron cursos universitarios, con la imaginable perplejidad de los padres que habían pagado costosísimas matrículas con la esperanza de que sus hijos se convirtieran en buenos médicos, ingenieros, químicos.
Es evidente que debemos analizar lo que sucede y, sobre todo, lo que asume una dimensión cuantitativamente visible; si millones de personas hacen lo mismo –se exaltan por un concurso, llegan a las manos con los hinchas del equipo contrario o atacan a los inmigrantes– hay que tratar de comprender los mecanismos y los motivos que subyacen en la base de tales comportamientos. Otra cosa, sin embargo, es atribuir valor a lo que sucede sólo porque sucede, confundir el juicio y el análisis de los hechos con el juicio de valor, considerar que el éxito y la audiencia de un fenómeno le confieren automáticamente un peso cultural o moral.
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“La dictadura del best seller mata la literatura”, escribió en el Corriere Andrew Wylie, describiendo desde su observatorio privilegiado de agente literario mundial el efecto sofocante de la carrera por las grandes tiradas y por los temas de éxito sobre la creatividad artística y sobre el pluralismo de la literatura, condenada a perecer aplastada por un modelo único, poco importa si lo ha impuesto el Partido o el Mercado. Con tono todavía más encendido, Dubravka Ugresic –la apasionada escritora croata que se rebeló contra el comunismo y después contra el regresivo poscomunismo nacionalista extendido por todas partes de Europa– denunció en La Repubblica la mercantilización literaria, todavía más escandalosa para quien, como ella, se ha formado en la literatura disidente clandestina, ajena a cualquier tipo de lógica comercial.
Ni Wylie ni Dubravka Ugresic infravaloraron el beneficio económico, sin el cual no se imprimirían más libros; tampoco se dejan llevar por el vulgar resentimiento envidioso, tan a menudo latente en la crítica de cualquier éxito, o por abstractas recriminaciones espiritualizantes, ineficaces a la hora de entender la realidad. No sólo Robinson Crusoe y Werther, los dos primeros best sellers de la historia, sino también muchos otros libros que encabezan las clasificaciones, incluso recientes y con frecuencia arduos y escarpados, son obras maestras. (...) Ahora, sin embargo, se asiste a una ecuación entre éxito y valor. No es casualidad que otro importante agente literario, Luigi Bernabò, escribiera en el Corriere: “Este es el tiempo de Dan Brown”. Según este objetivo diagnóstico, esta novela u otras como La profecía de Celestino o los episodios de Harry Potter parecen no sólo envidiables éxitos, sino también expresiones de nuestro tiempo, más verdaderas y profundas, por ejemplo, que Manía de Del Giudice o que Submundo de DeLillo, dos libros también famosos, celebrados y vendidos, pero con algún cero menos. (...)
La observación de Bernabò plantea implícitamente un problema fundamental, que trasciende la discusión sobre los best seller. Si éste es el tiempo de los Dan Brown, eso significa que la función de mostrar el yo del mundo no será ya tarea de la gran literatura experimental y de vanguardia –que desde hace más de un siglo ha cambiado la realidad, recogiendo su esencia con potencia visionaria– que nos hace descubrir en ella, pese a los años y a las décadas, nuestro presente, nuestra verdad. Siempre hemos creído que, sin importar las fechas, los Kafka, Svevo, Strindberg, Beckett eran nuestros contemporáneos, que continuaban hablándonos de un futuro todavía abierto e incierto, de una forma más intensa y más dura que tantos otros libros escritos cien años más tarde, o sea hoy, y que parecen escritos mucho antes. Las fechas en ocasiones mienten: Las tribulaciones del estudiante Törless de Musil es de 1906, pero no es contemporáneo de Carducci, sino de nosotros mismos, a quienes nos parece nuevo e innovador, todavía difícil de abarcar, mientras que son los El Código Da Vinci los que parecen del siglo XIX. Si la novela tradicional, tantas veces dada por muerta, resultase ser la expresión adecuada de nuestra realidad actual, deberíamos pasar página y considerar a Kafka no un arúspice de nuestro presente y de nuestro futuro, sino un noble padre del Panteón del pasado.
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