En Huckleberry Finn pinté a Tom Blankenship tal como era. Era ignorante, no se lavaba y estaba mal alimentado, pero su corazón era tan bueno como el de todos los chicos. Era la única persona realmente independiente –entre chicos y grandes– de la comunidad y por eso estaba tranquilo y constantemente feliz, y todos lo envidiábamos. Nos gustaba. Disfrutábamos de su compañía. Como nuestros padres nos prohibían estar con él, la prohibición triplicaba y cuadruplicaba el valor de su compañía. Por eso lo buscábamos más que a cualquier otro chico. Hace cuatro años me enteré de que era juez de Paz en un pueblo lejano de Montana, que era muy buen ciudadano, muy respetado.
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