› Por Juan Pablo Bertazza
Hay novelas que cierran las distintas etapas de una obra. Y hay novelas que abren surcos dentro de una misma trayectoria literaria que se puede ir bifurcando como un laberinto. Aunque empezó a escribirla hace tres años, El sueño del celta, por esos azares del tiempo, quedará para la historia como el libro con el que Mario Vargas Llosa estrenó su condición Nobel. Pero aunque el máximo galardón literario implica inexorablemente un broche de oro ¿cuántas obras maestras se escribieron después de un Nobel?, El sueño del celta está muy lejos de ser una obra de clausura y tiene que ver, más bien, con una exploración que incluye, incluso, una vuelta a cierta juventud de Vargas Llosa, o al menos una búsqueda en ese sentido. No sólo por el epígrafe de José Enrique Rodó, el intelectual latinoamericano del juvenilismo, sino porque sus más de cuatrocientas páginas están teñidas de un espíritu aventurero que recuerda las historias de Emilio Salgari, Stevenson y, por supuesto, Conrad, historias que, por otro lado, suelen constituir la apertura al mundo de la literatura por parte de los lectores más jóvenes, algo de lo cual habló el mismo Vargas Llosa en su discurso de recepción del Nobel.
Sin excesos de erudición ni caprichos estilísticos que a un escritor de su trayectoria tranquilamente se le perdonaría, El sueño del celta es una obra clara, muy legible que, incluso, lo impulsó a Vargas Llosa a viajar como un verdadero explorador hacia el lugar de los hechos que, en este libro, se diversifica sin escalas por el Congo belga, la Amazonía peruana, Irlanda, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. Y fue justamente hace tres años, leyendo una biografía de Conrad, que Vargas Llosa descubrió al gran personaje de este libro no es sólo su protagonista, sino el alma y la carne, su gramática y su atmósfera:
Roger Casement, un cónsul británico que denunció los horrores del colonialismo de Leopoldo II en el Congo belga a partir de un informe que le daría fama en toda Europa pese a su conducta algo atormentada por los fantasmas de la homosexualidad. También se proclamó, como un verdadero pionero de los derechos humanos, contra la esclavitud de los indígenas obligados a la extracción del caucho en la Amazonía. Estas dos defensas le valieron el título de Bartolomé de las Casas del siglo XIX.
A su vez, atestiguar semejantes matanzas (que incluso temía terminar adoptando), le generó el deseo de entregarse a la causa nacionalista irlandesa, lo cual lo obligó a conspirar contra el Reino Unido en plena Guerra Mundial, para terminar ahorcado luego de un juicio que conmovió a la sociedad británica.
Además de rescatar la figura gigante, compleja y vigente de un personaje que, según explica Vargas Llosa en su epílogo, fue ignorado por traidor por los ingleses y en parte desechado por los irlandeses debido a su homosexualidad, El sueño del celta título que proviene de un poema épico que el propio Casement se propuso escribir cuenta con el gran atractivo de retratar y detener en el tiempo la, por definición, inmarcesible espiral del deseo: los vaivenes, las vueltas contradictorias y las rutas en contramano que suelen presentar en una vida los sueños. Tanto es así que, durante su infancia, Roger Casement se evadía de la violencia de su padre golpeador leyendo libros de aventura y descripciones imperiales de colonizadores, soñando él mismo ese destino. Sin embargo, ya en tierras africanas, advierte la bestialidad de todo aquello que deseaba ser durante su niñez: ahí donde decían llevar la civilización y el progreso, los colonizadores buscaban, en verdad, enriquecerse robando y mutilando a los nativos. Algo que hoy parece un lugar común pero que, por entonces, podía desencadenar una verdadera crisis existencial y que, en el caso de Casement, lo terminaría reconciliando con la tradición de su país, el gaélico que se esfuerza por aprender, y la religión católica que lo lleva a celebrar la gran pérdida de su vida, aquello que ninguna exploración le promete recuperar: su madre. La misma espiral compleja y contradictoria del deseo se da cita con el pobre itinerario sexual de Casement, quien trata de negar hasta último momento su homosexualidad, una homosexualidad que, en cierta forma, según sus críticos, lo ponía en contradicción con sus denuncias de colonialismo.
Más allá de las diversas reflexiones que puede estimular su combinación de historia y ficción La fiesta del chivo y los brillantes ensayos de Las verdades de las mentiras constituyen grandes antecedentes late algo lúdico, fresco y espontáneo en El sueño del celta, una novela que llena de oxígeno la densa obra del último Premio Nobel de Literatura, un libro que, mientras todos se lanzan a leer su obra completa, promete dejar la puerta abierta.
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