FRANCISCO GOLDMAN
“Ahorita me siento otro escritor”, dice Francisco Goldman, con el característico tono de un norteamericano al hablar castellano. Ese “ahorita” tiene una marca indeleble: en julio de 2007, mientras estaba de vacaciones en una playa mexicana, una ola le rompió la columna vertebral a su mujer, Aura. “Cambió todo para mí, en los últimos años sólo he escrito sobre eso –dice–. Publiqué un libro, Said her name, contando esa historia, que marcó una frontera para mí. Estoy escribiendo sobre la violencia que hay en el trauma personal. Yo escribía sobre la violencia, antes, aunque sin habitar la sensación que produce que en este segundo alguien cercano viva y en el siguiente segundo ya no. Estoy con muchos traumas y me estalla ver gente que pasa por estas situaciones. Cerca de casa –vivo en la ciudad de México–, un joven fue asesinado en una balacera: cuando pasé por ahí y vi a la familia llorando, me puse a temblar. He vivido estas situaciones demasiado de cerca y no tengo ganas de ponerme a buscar lo que antes para mí era algo ajeno. He ido demasiado lejos.”
Goldman se refiere, por ejemplo, a trabajos de crónica-investigación como El arte del asesinato político, centrado en el crimen en 1998 del obispo guatemalteco Juan Gerardi, coordinador de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado, asesinado a golpes dos días después de que fuera presentado el Nunca más de aquel país, en el que se da cuenta de la máquina de asesinar y desaparecer que fue el ejército allí, inflado por los gringos, en el marco de la guerra fría en Centroamérica: 200.000 muertos, se calculan. Goldman, hijo de padre estadounidense y madre guatemalteca, se crió en Boston: aprendió a hablar en español, luego lo olvidó, más tarde lo reaprendió. “En 1981 pensaba entrar a uno de esos programas para la maestría en la escritura –dice–, que en los Estados Unidos te garantizan la vida, trabajando en la universidad, dando talleres, escribiendo: la ruta más normal para un escritor norteamericano. Yo estaba muy en esa inocencia, y quería entrar en estos programas. Así que entonces pensé que podía irme a Guatemala unos meses, porque sabía que mi familia tenía un chalet en las afueras de la ciudad, y me imaginaba que ahí podría escribir los tres cuentos que pedían como requisito para entrar en Iowa o Columbia. Cuando llegué, mi tío me dijo: ‘¡Estás loco! ¿No sabes que este país está en guerra? ¿Tú crees que puedes ir a vivir a ese chalet? Está abandonado, mataron al guardián del vecindario. Hay combates todo el día en esa zona’.”
Escribió los cuentos, pues –“eran de amor, estaba obsesionado con una mezcla de Calvino, Cheever, buscando mi manera”–, al tiempo que se iba empapando de la situación en Guatemala. Los envió a las universidades y lo aceptaron. Pero también los mandó a revistas, y Esquire le compró y publicó dos de esos relatos. “Me invitaron a colaborar y me preguntaron qué quería hacer –evoca–. ‘Quiero volver a Centroamérica’, les dije, ‘porque está empezando esta guerra’. Vi que era un choque entre mis dos lugares, el sitio en el que crecí y el país de mi familia. Pasé casi diez años tremendos, ahí, viajando por Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Honduras, trabajando como corresponsal.” De esa época son sus primeros trabajos para The New Yorker. Y también la materia prima para La larga noche de los pollos blancos, su primera novela: “Es un libro muy ambicioso –cuenta–, en el que intenté un híbrido de choque entre el clásico yo del libro judío norteamericano y lo que se consideraba la novela total del boom, narrada por todos, en un escenario, Guatemala, asolado por las tragedias”.
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