Dom 25.03.2012
libros

HORACIO CASTELLANOS MOYA

“Tuve ganas de irme del sentido común a la barbarie”

“Cuando termine aquí nos vamos a echar un traguito: ¿en el bar de la esquina?” Horacio Castellanos Moya acaba de participar de una de las mesas del encuentro y avisa a los contertulios, que van saliendo, que en un rato va para allá. A lo largo de las jornadas se hablará de varias de sus novelas y, siempre, aparecerán las marcas de la violencia en El Salvador, el país en el que se crió (aunque nació en Tegucigalpa, Honduras, en 1957). “Si no leías bien una sociedad violenta, te morías”, dijo hace un rato. Su último libro publicado aquí es La sirvienta y el luchador (cuarto eslabón de una saga familiar que abarca buena parte del siglo): allí, Castellanos Moya entrelaza los caminos de El Vikingo, un policía en las últimas que está en el núcleo de los secuestros y las torturas, y María Elena, una empleada doméstica que procura interceder a favor del hijo de la patrona y su esposa, levantados en la puerta de su casa por un grupo de tareas.

Recién un salvadoreño, entre el público, te preguntaba si ésta era tu novela más violenta. Y me pareció que, a lo largo del ciclo, las continuas alusiones a la violencia en tu narrativa te molestaban un poco. “Porque es una etiqueta muy fácil”, dijiste.

–Es que siento que hay un paternalismo en la clasificación. Lo veo sobre todo en Europa; digamos que aquí, en la Argentina, no. “¡Qué violentos son ustedes! Son pueblos pobres, ignorantes, de muertos de hambre, por eso son violentos. Nosotros somos civilizados. Literatura de la violencia hacen ustedes.” “Oiga, ustedes eliminaron cinco millones de judíos en un santiamén. A ver, explíqueme.” Porque, ¿hay civilizaciones o culturas que son inmunes a la violencia? ¿Por qué un alemán va a decir de El asco o de Insensatez “ay, esto es muy violento, no lo vamos a traducir”? “Ahhh, sí, es verdad: a ustedes no les gusta matar al prójimo, ¿no?” “No, ya no. Ahora somos democráticos, vivimos en otro estadío.” “Ajá. ¿Y cuánto tardarán en regresar a lo mismo, ah?” Cuál es el proceso para volver a lo que somos. Cuánto de eso sigue dentro de cada uno de nosotros, y cuál es el proceso para volver a lo que somos. ¿Por qué no hacen una reflexión sobre eso? ¿No les pareció evidente Yugoslavia? ¿No les parecerá evidente que alguno de estos países, como Italia o España, exploten y empiecen a matar porque no tienen el crédito que tuvieron durante tantos años? Hay paternalismo al decir que la violencia es expresión del atraso, y que la civilización occidental, floreciente, del gran capital corporativo, de la democracia, nooo, eso no les pertenece, cuando es ella la que la crea, con toda su cultura de entretenimiento, cuando es ella la que trae estas cosas. Lo que me molesta no es tanto hablar de mi literatura como violencia, sino de la falsedad que hay al poner la etiqueta, porque en realidad tú me estás diciendo que yo hago una literatura que viene de un mundo violento, y que tú no eres violento, que tu mundo es mejor. La violencia es constitutiva del ser humano.

¿Cuál fue el punto de partida de La sirvienta y el luchador?

–Fue algo absolutamente instintivo. Cuando terminé Tirana memoria (la novela que la antecede en la saga) quedé harto de las buenas costumbres, del buen tono. Me había esforzado en hacer personajes con mucho sentido común, valores positivos, a los que había que construir a partir de un mundo de valores muy lejano a mí. Eso me exigió un enorme gasto de energía y concentración. Entonces, en un arrebato, escribí la primera parte de El Vikingo, a ver dónde iba (él sale al final de Tirana memoria); estaba con ganas de hacer un movimiento pendular, irme del sentido común a la barbarie. ¿Por qué elegí ese momento? Yo volví a El Salvador en 1980, unos pocos meses, al inicio de la guerra civil, y me fui tres semanas antes de que mataran a monseñor Romero. Y me llamó la atención una cosa fundamental: el terror. Pero no como una idea, sino por cómo densificaba el aire. Algo similar a lo que habrá sido el aire en Buenos Aires cuando mirabas un Ford Falcon en 1977. Una densidad distinta, algo que se huele, que podría cortarse con una gillette. Siempre quise poner eso en una novela, esa cosa inexplicable. Al Vikingo, entonces, naturalmente lo puse ahí, cayó por su peso. Eso quedó guardado seis meses, y cuando volví, recordé que él la cortejaba un poco a María Elena en la novela anterior: ahí salió ella. Pero todavía no había novela: la trama se terminó de completar con otros personajes. Mi forma de trabajar es caprichosa e improvisada.

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