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Domingo, 1 de abril de 2012

Elogio del desasosiego

 Por Carlos Gumpert *

En estos últimos días no he parado de recibir, no sin cierta perplejidad, mensajes de condolencia, de amigos, pero también de conocidos con los que tengo escaso trato. En todos latía la necesidad de expresar a alguien, más allá del luto literario, su pena por la desaparición de un ser querido. En los funerales de Antonio Tabucchi, los amigos reunidos pudimos comprobar que nos había pasado a todos. La explicación es sencilla: hay escritores a quienes admiramos pero con quien jamás nos tomaríamos un café y otros que nos resultan tan simpáticos como inanes sus propuestas literarias. La conjunción de una obra tan entrañable como honda se da en pocos casos y uno de ellos es sin duda Antonio Tabucchi.

Así que, más que celebrar sus extraordinarios méritos literarios o su vigorosa figura de intelectual, sobradamente recordados en estos días, prefiero evocar unos cuantos rasgos personales, pues creo que ayudan a ver desde otra orilla la obra, original como pocas, de uno de los autores capitales de la literatura de las últimas décadas; y si no fuera así, quizá puedan, sencillamente, confortar a sus lectores, tan huérfanos, estoy convencido, como lo estamos sus amigos.

Y lo primero que se me ocurre decir de Antonio Tabucchi es que fue un hombre libre, un heredero insobornablemente fiel de la tradición anarquista de su Toscana natal que relató en su novela Piazza d’Italia. Y si le llevó a ser la más vigorosa voz crítica contra Berlusconi, también nos explica su permanente inquietud literaria: ninguno de sus libros transcurrió jamás por los caminos trillados por los anteriores y, sin dejar de ser él mismo, cada nueva obra suya era radicalmente diferente, para sorpresa (y hasta enfado) de sus lectores. Y tan libérrimo como intelectual y como escritor, lo fue en persona. Encarnando la lección pessoana del desasosiego, no tuvo tierra firme bajo sus pies: bien sabido es que sin dejar de ser italiano (o toscano, sería mejor decir) adoptó otro país, Portugal, por amor a Pessoa y a la extraordinaria mujer con la compartió su vida, pero su pasión por la variedad infinita del mundo no tuvo fin (basta leer su último libro en castellano, Viajes y otros viajes).

Y el peculiar sentido del tiempo de su obra, zigzagueante y de ritmo alterno, era rigurosamente real: nunca se sabía cuándo empezaban ni acababan los encuentros con él, y si sonaba el teléfono de noche en casa, no había motivo de alarma, era Antonio para preguntar algo o para charlar. Y cómo no recordar su humorismo, fino y devastador al mismo tiempo, también en la mejor tradición toscana, y que en su obra halla su correlato en ese “permanente registro lúdico”, del que hablaba Sergio Pitol, que le permitía cruzar el vértigo ontológico de su indagación en la condición humana.

Como siempre que desaparece un gran artista, el mundo amanece más inhóspito. Y, seamos creyentes o no, se nos despierta el instinto de rezar, más por nosotros mismos acaso, por nuestro desamparo. Hace muchos años, Rubén Darío rogaba a sus dioses por otro Antonio, muy querido también por Tabucchi. Hoy quiero rogar yo a unos dioses muy peculiares, los que invoca el propio autor toscano en el texto inicial de Dama de Porto Pim, y que no son más que los grandes temas que surcan sus libros y nuestra condición humana, la Añoranza y la Nostalgia, el Amor bifronte, el Odio, el Anhelo jamás apagado y siempre frustrado de Totalidad... Y rezaré leyendo, esas y las siguientes páginas de ese libro, o de cualquiera de los suyos. Le gustaba mucho a Tabucchi una frase de Montale: “Me contentaría con transmitir la luz de una cerilla”.

En la oscuridad que nos rodea, cuánta luz, cuánto calor puede darnos una sola llama, la que avivan unas pocas páginas.

* Carlos Gumpert es autor del volumen Conversaciones con Antonio Tabucchi (1995) y traductor al castellano de las obras del escritor italiano desde hace más de veinte años.

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