› Por Irene Chikiar Bauer
Me llamo Virginia Woolf. Atrápame si puedes: más que una evocación de uno de sus textos (“El señor Bennett y la señora Brown”), puede considerarse un desafío lanzado a tantos lectores y admiradores de la escritora inglesa, quienes sienten que no pueden permanecer indiferentes ante el misterio de una vida y una obra que los interpela. Lo más curioso es que el convite proviene de alguien que defendió la filosofía del anonimato y nunca quiso dejar de ser una outsider, que rechazó la publicidad de su persona con la clara decisión de dejar que fuesen sus libros los que hablasen por ella. ¿Por qué, entonces, sentimos que nos desafía? ¿Qué nos lleva a desear conocerla, e incluso a creer, a veces, que lo estamos logrando?
Virginia Woolf es y ha sido una escritora célebre; precursora del modernismo y personaje de culto, fue una autora prolífica y una personalidad enigmática que siempre tuvo admiradores y detractores. Y si como autora su obra sigue convocando a los especialistas y cautivando a los lectores, también ha sido considerada precursora por las feministas, sujeto de interés para los estudios queer e incluso, en lo que atañe a su salud mental y a la decisión de acabar con su vida, materia de análisis para psicólogos y médicos. Haber confesado que sufrió el acoso en su infancia y adolescencia disparó especulaciones de parte de quienes llegaron a afirmar que fue “una niña abusada, una sobreviviente del incesto”. Tal vez por eso muchas de las biografías y estudios que la tienen como protagonista eligen como eje alguno de esos aspectos. Abuso, sexualidad, locura, suicidio no son cuestiones para pasar por alto y los biógrafos han tomado posiciones: ¿fue Virginia Woolf víctima de abusos sexuales?; ¿sufrió trastornos mentales?; ¿cuál sería el diagnóstico actual de sus problemas psíquicos?; ¿qué la llevó al suicidio?; ¿en qué consistió su feminismo?; ¿fue una heterosexual que experimentó relaciones lésbicas o una lesbiana camuflada tras un matrimonio convencional? Los intentos de etiquetarla o clasificarla han fracasado: decididas a profundizar, las feministas ponen sus reparos, considerando que, al fin y al cabo, no propuso cambios radicales; los especialistas en teoría gay y lésbica reconocen en ella una sexualidad poco transgresora, y los profesionales de la salud deben aceptar que, al estudiar sus trastornos nerviosos, no es fácil dar con un diagnóstico preciso y terminante.
Difícil de encuadrar, su compleja personalidad es probablemente uno de los principales atractivos de Virginia Woolf (...)
A pesar de los seis tomos de cartas en los que sus editores agruparon lo que se conserva de su correspondencia, ya de por sí abrumadora; de sus diarios de juventud y de los cinco tomos de los diarios personales que escribió desde 1915 hasta su muerte, siempre hay algo de elusivo en su personalidad que la misma Virginia Woolf se encargó de subrayar. Identificándose con una “buscadora”, se refirió al deseo de que hubiera “un descubrimiento en la vida (...) Algo que uno pueda coger entre las manos y decir: Esto es...”: algo que tuviera la capacidad de irrumpir en ocasiones en su conciencia junto con la sensación de la “propia extrañeza” de su ser, andando por el mundo. Aquella extraña que era para sí misma: ¿qué podría decir de su alma?, ¿era posible atraparla, como sucedía a veces con la realidad exterior? Su respuesta es negativa: “La verdad es que no se puede escribir directamente acerca del alma. Al mirarla se desvanece”. Como máximo, Virginia percibe que a través de sus diarios puede observar “cambios, rastrear el desarrollo de los estados de humor”. Curiosamente, en sus ensayos señala que es justamente la biografía la que puede oficiar como “registro de las cosas que cambian más que de las cosas que suceden”. En esa línea de reflexión, esta biografía pretende dar cuenta del transcurso de la vida de Virginia Woolf registrando el particular movimiento de las cosas que cambian y de las escenas que transcurren, renunciando así a fijar o transmitir al lector una hipotética verdadera Virginia Woolf. Así, a partir de 1904, año en que muere su padre y que junto con sus hermanos se muda a Bloomsbury y comienza una vida independiente, los capítulos de este libro siguen año a año su vida, de una manera que, creemos, no ha sido abordada aún.
En este punto, también se hace necesario hacer algunas consideraciones acerca de la pertinencia de una nueva biografía de Virginia Woolf. En principio creemos, con nuestra biografiada, que “hay historias que cada generación debe contar de nuevo”. Esta creencia no es arbitraria, ya que permite una toma de distancia no solo del protagonista o la protagonista de la biografía, sino también de las pasiones de su entorno. Refiriéndose a las memorias de William Rothenstein, en las que es mencionada junto con su madre, abuela y hermanas, Virginia Woolf le preguntó a su cuñado, Clive Bell: “¿Crees que todas las memorias sean tan mendaces como ésta? Me refiero a cada uno de los hechos, todos de un solo lado”. Esta pregunta, que alude a la parcialidad del género memoria, puede proyectarse a la biografía, en especial cuando el que la escribe está demasiado involucrado con su protagonista. Eso sucedió con Quentin Bell, sobrino de Virginia Woolf, autor de su biografía autorizada. Comprometido con la necesidad de transmitir una visión familiarmente consensuada de su tía, la de Bell, magnífica sobre todo por ser material de primera mano, falla al dar una visión “all on one side” (de un solo lado). Que ella no haya sido discreta en sus cartas y diarios, y que se haya referido con ironía e incluso con cierta crueldad a sus sobrinos y cuñado, podría explicar en parte la parcialidad de Quentin Bell, quien en numerosas ocasiones tiende a explicar las acciones, pensamientos o reflexiones de su tía, refiriéndose a su “locura”.
Con respecto a la pertinencia de escribir una biografía en castellano, hay que decir que a la barrera que supone la lengua para acceder a las muy completas e interesantes biografías académicas en inglés y no traducidas a nuestro idioma, se le suma la desventaja, para un lector no anglohablante, de que estos trabajos dan por sentado saberes que no son tales por parte de los hispanoparlantes, como ciertos movimientos culturales o personalidades destacadas en su país que no han trascendido las fronteras inglesas. Por otra parte, no existe aún en nuestra lengua una biografía que, como la que presentamos, dé cuenta de trabajos relevantes editados en los últimos cuarenta años y que permita al lector, gracias a las citas propias de un trabajo académico, recurrir a las fuentes cuando desee profundizar alguna de las cuestiones o temas planteados. Además, nuestra biografía prioriza el avance cronológico –una perspectiva encarada también por Quentin Bell–, mientras que algunos de los trabajos mencionados tratan la vida por temas, es decir, se refieren a su infancia, al llamado grupo de Bloomsbury, a su matrimonio o a los trastornos psíquicos, y otros toman como eje la obra y tratan en paralelo aspectos de su vida. Si bien la perspectiva cronológica supone un abordaje dificultoso para el investigador, ya que se corre el riesgo de que se pierda la ilación temática, el esfuerzo es recompensado porque lo que se obtiene es una visión no segmentada sino integral de la vida de Virginia Woolf. El lector está invitado a “ver” su desarrollo como si fuera un espectador o un testigo de las escenas que se suceden en el teatro de la vida.
Cuando emprendí la escritura de esta biografía, no tenía demasiada conciencia de la magnitud del trabajo que depararía. Aunque había leído con fervor sus principales obras, no sabía mucho acerca de la vida de Virginia Woolf hasta que encontré casualmente, en una librería, una edición en castellano de Vanessa Bell/ Virginia Woolf, el libro de Jane Dunn centrado en la relación de las hermanas, que me resultó muy sugerente y me llevó a leer las biografías de Virginia disponibles en castellano. Se trata de trabajos publicados en su mayoría hace muchos años, en los que si bien encontraba abordajes interesantes y complementarios, no alcanzaban a darme una visión que se ajustara a mis deseos –convertidos en necesidades– de conocerla en profundidad. Fue entonces que me decidí a acceder directamente a sus cartas y diarios personales; todas estas lecturas me estimularon a escribir sobre ellas. Había iniciado un trabajo detectivesco que oficiaría como motor del proyecto, ya que, junto con la obra literaria, los datos que iba acumulando comenzaron a darme una imagen o visión de Virginia Woolf que quise transmitir y que luego complementé con la lectura de la bibliografía que figura al final de este libro. Ya había iniciado la escritura cuando de pronto, en mitad de la tarea, tuve la sensación del nadador que en medio del río se pregunta si siguiendo la corriente se dejará llevar al punto de partida o si, en contra de ella, con más preguntas que respuestas, hará el esfuerzo y se aventurará a la otra orilla. ¿Había sido temeraria al proponerme escribir su biografía? En cierta manera, sí, y las bromas de mi entorno sirvieron de acicate. La pregunta: ¿quién le teme a Virginia Woolf?, era más que nunca: ¿quién le teme al Lobo Feroz? Sólo puedo decir que así como al principio me lanzó a la empresa aquel desafío de atraparla, fue la misma Virginia quien me hizo tomar conciencia, a medida que avanzaba en el trabajo, de las dificultades que implica delinear una personalidad: allí estaban sus textos autobiográficos, sus obras de ficción, sus ensayos sobre narrativa, y también todas las referencias al género biográfico.
Lectora ferviente de autobiografías, biografías y memorias, Virginia Woolf consideraba que “la fascinación que entraña la lectura de biografías es irresistible”, pero también denostaba el afán esquemático de algunos trabajos, que disponen a los habitantes del pasado como si se tratara de figuritas, “en toda suerte de dibujos, de los cuales ellos nada supieron en su día, pues creyeron que estaban vivos y que podían ir adonde quisieran y como les viniera en gana. Una vez que uno se encuentra en una biografía, todo cambia”. A su entender, lo que se les escapa a esas biografías no son los hechos, la verdad, lo fidedigno (“algo dotado de la solidez del granito”), sino la personalidad (“que posee lo intangible del arco iris”). Al señalar que el arte del biógrafo debía poseer “la sutileza y la osadía necesarias para presentar esa extraña amalgama de sueño y realidad, ese perpetuo maridaje del granito con el arco iris”, también indicaba las posibilidades del género. Así, Virginia Woolf invitó a sus lectores a estar atentos: “Vamos a buscar, quizá no tanto en lo escrito sino entrelíneas”. Ella misma, cuando escribió la biografía de su amigo Roger Fry, experimentó la necesidad de eludir ciertas cuestiones relacionadas con su sexualidad; y escribir sus memorias la llevó a nuevas reflexiones: “He estado pensando en los censores, en cómo nos amonestan los visionarios”. Pero además de los censores internos, que impedían que ni siquiera en sus diarios tratara ciertos temas privados o íntimos, al final de su vida reconocía lo que podríamos denominar otra dificultad que enfrenta el biógrafo: “La falsa V. W. que llevo como una máscara por el mundo”. La conciencia de la censura, propia y ajena, lo mismo que la idea de que hay una personalidad social y otra íntima y reservada, no alcanzaban, sin embargo, a opacar su curiosidad cuando se trataba de leer biografías, y de alguna manera confiaba en el biógrafo que “ha de seguir por delante del resto de nosotros, como el canario del minero, sondeando el ambiente, detectando falsedades, irrealidades, la presencia de convenciones obsoletas”.
También a través de su personaje de Mrs. Dalloway, Virginia Woolf me dio a entender que mi tarea sería tan fascinante y tan imposible como conocerse cabalmente a uno mismo. Si bien hacemos el intento hasta el fin de nuestros días, lo más probable y lo más honesto es que digamos, como ella, que no nos atrevemos “a afirmar de nadie, ahora, que fuera esto o aquello”, del mismo modo que “no se habría atrevido” a afirmar de ella misma “soy esto, soy aquello”.
Convencida de la imposibilidad de fijar descriptivamente a uno mismo u a otra persona, no es de extrañar que en sus cartas Virginia se preguntara “por qué los sucesos de una vida son tan irracionales que un buen biógrafo se vería forzado a ignorarlos por completo”. Sea como fuere, en la vida, como en la biografía, estamos dispuestos a presentar batalla, a tratar de llegar lo más cerca posible de ese conocimiento que siempre se escapa. Por eso, mi deseo fue hacer propias sus palabras respecto de lo que puede ser “el arte de la biografía”: “en lugar de saber de antemano lo que sucederá”, tenía que estar dispuesta a encontrarme “a cada paso, como sucede en la vida misma, desorientada y tratando de comprender”. Así fue como el desafío y el deseo se convirtieron en la convicción que me sostuvo hasta el final: era posible escribir una biografía que pudiera ofrecer una visión real de Virginia, pero que al mismo tiempo evitara fijarla y apresarla en el relato.
(Fragmentos de la introducción de Virginia Woolf. La vida por escrito)
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