Domingo, 10 de marzo de 2013 | Hoy
Por Juan Pablo Bertazza
Es notable cómo a veces algunos conceptos de una obra pasan de nivel y se transforman en una especie de símbolo –o incluso de arma contundente– para dar forma e imagen a la trayectoria de su autor.
Tardíamente valorado en Francia, casi todas las miradas de los custodios del saber se empezaron a posar en Jacques Derrida durante la tumultuosa década del ‘60 en los Estados Unidos. Más precisamente en 1966, cuando el filósofo presentó en la Universidad Johns Hopkins su artículo “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, que luego sería publicado en La escritura y la diferencia.
En ese artículo, Derrida marcaba un antes y un después en el concepto de estructura, asestándole un fuerte golpe al estructuralismo reinante, a la sazón, en todas las disciplinas humanas. Hasta ese momento, decía Derrida, se buscaba asignarle a la estructura un centro, un origen fijo que organizaba coherentemente la estructura y limitaba su juego. Un significado trascendente que limitaba los sentidos. El centro totalizador se encargaba de cerrar el juego que abría y hacía posible. En ese centro quedaba prohibida la sustitución de los elementos porque, en tanto rey de la estructura, gozaba del privilegio de sustraerse a la misma. En ese sentido, concluía paradójico Derrida, el centro está dentro y fuera de la estructura. Es decir, si bien se encuentra en el centro de la totalidad por comandarla, al mismo tiempo sabe sustraerse de esa totalidad y dejar de pertenecerle, por lo que la estructura tiene, en realidad, su centro en otra parte. La conclusión era tan impensada como urticante: el centro ya no es el centro. Y el corolario era que la estructura sufría una distorsión mientras que el centro se transformaba en un no lugar donde sí se jugaban libremente, y hasta el infinito, las sustituciones. Derrida marcaba como antecedente de esto a Nietzsche, quien, en su crítica a la metafísica, sustituía ser y verdad por juego e interpretación y signo.
Lo notable es que al mismo tiempo que ese centro antes inmaculado se empezaba a caer a pedazos, Derrida comenzaba a dejar los márgenes para desembocar también en otro centro, el centro del saber. En ese sentido, resulta insoslayable el dato de que Derrida nació en los suburbios de Argel, hijo de una familia judía sefardí, y que sufrió la represión del gobierno de Vichy a tal punto que terminó siendo expulsado en octubre de 1942 de su escuela argelina. Un trauma que, además de problematizar con extraordinaria belleza en El monolingüismo del otro, lo acompañaría quizás para siempre.
Se podría pensar que Derrida es a la filosofía francesa lo que es Albert Camus a su literatura. Existen, por lo menos, algunas semejanzas en ese itinerario, en ese trayecto desde los márgenes hacia el centro en un país donde, se sabe, el centro es casi tan inamovible como aquel del estructuralismo. Ambos nacieron en Argelia, ambos soñaron con ser futbolistas profesionales (Camus llegó a ser un buen arquero en diversos clubes argelinos), Camus obtuvo el máximo galardón que ofrece el canon, el Premio Nobel de Literatura, y Derrida no lo ganó, al parecer, solo porque murió antes.
A pesar de que hoy es el filósofo francés más traducido en el mundo y uno de los que más polémica generaron en las últimas décadas (la publicación de su biografía por Benoît Peeters, sin ir más lejos, generó una rabia infantil en Michel Onfray, quien descalificó de manera vil y obsoleta al autor del libro por ser fanático de Tintín) los filósofos despreciaron y ningunearon durante mucho tiempo la obra de Derrida con el mismo fervor con el que la recibieron los críticos literarios. Otra vez, de la periferia hacia el centro: Habermas lo llamó, en su momento, “autor de una especie de teorización irracionalista posmoderna” y actualmente Derrida es considerado casi unánimamente el filósofo francés más importante de los últimos tiempos, sobre todo por su condición de desbaratador del discurso del saber.
Si dentro de la historia de la filosofía hay un lugar de poeta que ocupó Platón, un lugar de dramaturgo maldito que ocupó Nietzsche, no es descabellado pensar que a Derrida le cabe el lugar de crítico literario de la filosofía. Un lugar que es margen y centro al mismo tiempo. Un lugar desde el que Derrida prácticamente logró borrar las fronteras entre filosofía y literatura.
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