Domingo, 10 de marzo de 2013 | Hoy
ROUDINESCO: LAS MúLTIPLES FACETAS DE UN FILóSOFO APASIONADO
Por Élisabeth Roudinesco
Tratándose de un filósofo de la envergadura de Jacques Derrida, cuya inmensa obra –sesenta volúmenes, sin contar los seminarios aún inéditos– se tradujo y comentó a lo largo de todo el mundo, Benoît Peeters eligió, con razón, dedicarse no a la génesis ni al contenido de esa obra sino a la vida del hombre detrás del autor: su infancia, su familia, sus relaciones con las mujeres, sus amistades, su seducción, sus redes, sus angustias, sus gustos literarios, culinarios y hasta de ropa, su enseñanza y su itinerario político. En otras palabras, redactó una excelente biografía en el más puro estilo de la tradición anglosajona. Fue el primero en tener acceso a los archivos del filósofo, pertenecientes al Instituto Memorias de la Edición Contemporánea (IMEC) y a la biblioteca Langson de la Universidad de Irvine en California, y se entretuvo con un centenar de testigos esenciales.
También reconstruyó con la distancia necesaria las etapas de una vida que han conducido a un joven judío laico, nacido en 1930 en El Biar, en las alturas de Alger, después expulsado del liceo en octubre de 1942 por el régimen de Vichy, nada menos que a París en 1949 para seguir sus estudios en el liceo Louis le Grand e ingresar enseguida a la Escuela Normal Superior (ENS).
En 1966, después de iniciarse en la obra de Husserl, Derrida participa del célebre simposio sobre el estructuralismo, organizado por la Universidad Johns Hopkins, de Baltimore, donde se encuentran Roland Barthes, Jean Pierre Vernant, Jean Hyppolite, René Girard y Jacques Lacan. Un fecundo momento de la historia cultural franco-americana. Un año más tarde, conoce a Paul de Man, teórico modernista de la crítica literaria, que le abre las puertas de varias universidades estadounidenses. Muy rápidamente, y sobre todo con la publicación de De la gramatología (Minuit, 1967) y de La escritura y la diferencia (Seuil, 1967), obtiene un éxito considerable, transformándose en contemporáneo, diez años más tarde, de dos brillantes generaciones de intelectuales con los que no cesará de dialogar: Emmanuel Lévinas, Maurice Blanchot, Jean Genet, Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Louis Althusser, Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard, etc...
Derrida siempre ha sido un socialdemócrata, anticolonialista, feminista, hostil a la pena de muerte, heredero del Siglo de las Luces, ligado a la escuela republicana, admirador de De Gaulle y de Nelson Mandela. Sin embargo, a partir de 1987, tal como subraya Peeters, es tratado de nihilista, antidemócrata y adepto a dos teóricos nazis –Carl Schmitt y Martin Heidegger–, además de haber tomado, en 1987, una pobre defensa de su amigo de Man, cuyo pasado de viejo colaborador de un diario antisemita belga se reveló póstumamente.
Todas esas habladurías son puestas en evidencia gracias a la investigación de Peeters, que revela las múltiples facetas de este filósofo apasionado, gran viajero que temía a los aviones, inventor de una nueva escritura filosófica con la que buscaba transgredir las fronteras. De ahí su interés por todas las disciplinas –literatura, derecho, psicoanálisis–, por todas las situaciones sociales –los excluidos, los homosexuales, las minorías–- y por todos los combates contra el sufrimiento y la discriminación: racismo, antisemitismo, crueldad hacia los animales.
Derrida hizo escándalo, no porque fuera un fanático sectario, sino porque estaba al acecho de lo que ocurría: lo imprevisible, los márgenes, los extremos, la diseminación. Tal es el sentido de los dos términos que popularizó: la “deconstrucción”, proceso para desmontar un sistema de pensamiento hegemónico y resistir la tiranía de “lo Uno” (la Unidad) para avanzar hacia el devenir siendo fiel e infiel a una herencia; y la différance (con “a”), que posibilita pensar un universal de alteridad.
Entre los momentos más fuertes de esta biografía, encontramos lo que sucedía a principios del mes de octubre de 2004: pocos días antes de su muerte, se enteró de que podría llegar a recibir el Premio Nobel de Literatura. Terrible y última crueldad para este filósofo que se mantenía en las fronteras de las instituciones académicas sin nunca cuestionarlas: “Me lo quieren dar –dijo–, porque saben que me voy a morir”.
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