Domingo, 27 de octubre de 2013 | Hoy
> EL ARTE DE LA FICCIóN SEGúN MURAKAMI
Por Haruki Murakami
Mi estilo, lo que pienso como mi estilo, está más cerca de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas que de Tokio Blues. No me gusta, para mí, el estilo realista. Pero con Tokio Blues me puse en mente escribir una novela ciento por ciento realista. Necesitaba esa experiencia. Si seguía escribiendo novelas surrealistas, me hubiera convertido en un escritor de culto. Pero yo quería entrar al mainstream y tenía que probar que podía escribir un libro realista. Por eso escribí Tokio Blues. Fue un best seller en Japón y yo esperaba ese resultado. Fue una decisión estratégica. Tokio Blues es muy fácil de leer y de entender. A mucha gente le gustó ese libro y quizá los hizo interesarse en el resto de mi trabajo. Eso ayuda mucho.
Cuando empiezo a escribir, no tengo el más mínimo plan. Espero que la historia venga. No elijo qué tipo de historia va a ser o qué va a suceder. Solamente espero. Con Tokio Blues fue diferente porque fue una decisión, la de escribir mi novela realista. Pero básicamente no puedo elegir. Sí elijo el tono. Obtengo ciertas imágenes y conecto una pieza con otra. Esa es la trama. Después se la explico al lector. Tenés que ser muy amable cuando explicás algo. Pensar “eso yo lo sé”, como autor, es muy arrogante. Palabras fáciles y buenas metáforas; buena alegoría. Eso es lo que hago. Explico con mucho cuidado y claramente. Yo no soy inteligente. No soy arrogante. Soy como la gente que lee mis libros. Solía ser dueño de un club de jazz y hacía cócteles y hacía sandwiches. No quería ser un escritor, sucedió. Fue como un regalo. Así que creo que debo ser muy humilde.
Me hice escritor a los 29 años. Fue una sorpresa. Pero me acostumbré instantáneamente. Empecé a escribir en la mesa de la cocina después de la medianoche. Me tomó diez meses terminar el primer libro, se lo mandé a un editor y gané algún tipo de premio, así que fue como un sueño. Pero después de un tiempo pensé “sí, sucedió, soy un escritor”. Muy simple.
Yo no leía a escritores japoneses cuando era chico, tampoco de adolescente. Quería escapar de esta cultura; la sentía tan aburrida. Tan pegajosa. Mi padre era profesor de literatura japonesa. Así que estaba la cuestión de la relación padre-hijo, también. Sencillamente me derivé hacia la cultura occidental: el jazz y Dostoievski y Kafka y Raymond Chandler. Ese era mi propio mundo, mi tierra de fantasía. Podía ir a San Petersburgo o West Hollywood si quería. Ese es el poder de la novela: podía ir donde quisiera. Ahora es fácil ir a Estados Unidos pero en los ’60 era casi imposible. Así que leyendo y escuchando música podía viajar allí. Era un estado mental, una especie de sueño. Y eso derivó de alguna manera hacia la escritura. Pero no sabía cómo escribir en japonés. Así que tomé prestado el estilo, la estructura, todo, de los libros que había leído –libros norteamericanos u occidentales. El resultado fue mi propio estilo.
Cuando empecé, no conocía otros escritores. No tenía amigos escritores de antes y, con el tiempo, no me hice amigo de ningún colega. Hasta el día de hoy no tengo amigos escritores. Nunca muestro mi trabajo cuando lo estoy escribiendo. A mi esposa le mostré el manuscrito de mi primera novela pero dice que nunca lo leyó. Ahora, cuando termino un libro, es mi primera lectora. Me apoyo en ella. Es mi compañera. Me pasa como a Fitzgerald, Zelda era su primera lectora. Soy un solitario. No me gustan los grupos, las escuelas, los círculos literarios. En Princeton había una especie de restaurante y yo estaba invitado a comer ahí. Joyce Carol Oates siempre estaba ahí y Toni Morrison y yo no podía comer nada, tenía miedo. Mary Morris también estaba ahí, es una persona muy agradable, de mi misma edad, y diría que tuvimos una relación amistosa. Pero en Japón no tengo amigos escritores porque quiero tener distancia. Hay muchos escritores japoneses que me gustan, Ryu Murakami y Banana Yoshimoto, por ejemplo. Pero no hago reseñas ni críticas –no quiero estar involucrado con eso. Creo que mi trabajo es observar a la gente y el mundo y no juzgarlos. Siempre trato de posicionarme lejos de las conclusiones. Se necesitan críticos, claro, pero no es mi trabajo.
En la secundaria, me enamoré de las novelas policiales. Estaba viviendo en Kobe, que es una ciudad portuaria con muchos extranjeros y marineros que llegaban y vendían sus libros usados. Yo era pobre, pero podía comprar con facilidad estos libros usados, eran muy baratos. Aprendí a leer inglés con estos libros y fue muy excitante. Mi primer libro en inglés fue Mi nombre es Archer, de Ross McDonald. Una vez que empecé no pude parar. También leía a Tolstoi y Dostoievski. Para mí eran igual de atrapantes, no podía dejarlos. Para mi Chandler y Dostoievski eran lo mismo. Ambos no ofrecían conclusiones. Raymond Chandler no las da. Señala, claro, quién es el asesino, pero no importa. Hay una anécdota graciosa, sobre cuando Howard Hawks rodó El sueño eterno. Hawks no podía entender quién había matado al chofer así que llamó a Chandler. Y Chandler le dijo “no sé, ‘¡no importa!” Para mí es igual. La conclusión no significa nada. A mí no me importa quién es el asesino en Los Hermanos Karamazov. Como escritor, yo tampoco sé quién es el asesino. Los lectores y yo empezamos con el mismo pie. No sé la conclusión y no sé qué va a pasar. Escribo porque quiero saber. Si sé quién es el asesino, escribir pierde sentido.
Cuando estoy escribiendo una novela, me levanto a las cuatro de la mañana y trabajo cinco o seis horas. A la tarde, corro diez kilómetros o nado 150 metros –o ambos– después leo y escucho música. Me voy a la cama a las nueve de la noche y mantengo esta rutina sin variación. La repetición en sí misma se vuelve lo importante; es una forma de hipnosis. Me hipnotizo para conseguir un estado mental más profundo. Pero aferrarse a esta repetición mucho tiempo, unos seis meses o un año, requiere una gran cantidad de fuerza mental y psíquica. En ese sentido, escribir una novela es como entrenarse. La fuerza física es tan necesaria como la sensibilidad artística.
Escucho jazz desde los trece o catorce años. La música es una influencia muy fuerte: los tonos, la melodía, el ritmo, el sentimiento del blues son útiles cuando escribo. Yo quería ser músico pero no podía tocar bien ningún instrumento así que me hice escritor. Escribir se parece a tocar música: primero el tema, después la improvisación... El jazz es un viaje, un viaje mental. No tan diferente de escribir. Me gustan Stan Getz y Gerry Mulligan. Cuando era adolescente, eran los más cool de todos. También me gustan Miles Davis y Charlie Parker, por supuesto. Lo que más escucho es Miles Davis de los ’50 y los ’60. Era un innovador, un revolucionario, lo admiro muchísimo.
En mis novelas y mis cuentos, las mujeres son médiums –la función del médium es hacer que algo ocurra a través suyo. El protagonista siempre es llevado hacia algún lugar por este médium y las visiones que ve son a través suyo. Pienso al sexo como un compromiso del alma. Si el sexo es bueno, se curan las heridas, la imaginación se refuerza. Es un pasaje a un mejor lugar. En ese sentido, en mis libros las mujeres son las que traen consigo este mundo. Por eso siempre vienen al protagonista, él nunca las busca.
Muchas de mis novelas –Baila, baila, baila, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Sputnik mi amor– pueden leerse como una variación de un tema: un hombre ha sido abandonado, o ha perdido, a su mujer, y su incapacidad de olvidarla lo atrae hacia un mundo paralelo que parece ofrecer la posibilidad de recuperar lo perdido, una posibilidad que la vida tal como la conoce nunca puede ofrecer. No sé por qué esta obsesión es tan central o por qué sigo escribiéndola. Encuentro algo parecido en los libros de John Irving, en todos hay un personaje a quien le falta una parte del cuerpo. No sé por qué sigue escribiendo sobre estas mutilaciones y probablemente él tampoco lo sepa. Para mí es lo mismo: el protagonista siempre está perdiendo algo y buscando lo que perdió. Como el Santo Grial. O como Philip Marlowe. Cuando pierde algo, mi protagonista tiene que buscarlo. Es como Odiseo. Experimenta tantas cosas extrañas en su búsqueda, en su vuelta a casa. Tiene que sobrevivir a estas experiencias y al final encuentra lo que estaba buscando. Pero no está seguro de que sea la misma cosa. Creo que ése es el tema de mis libros. Es la fuerza que motoriza mis historias: perder y buscar y encontrar. Y la decepción y una nueva visión del mundo. La decepción como rito de pasaje. La experiencia en sí es un significado. El protagonista ha cambiado en el transcurso de sus experiencias –eso es lo principal. No lo que ha encontrado: cómo ha cambiado.
Se me describe como el más occidental de los escritores japoneses. Pero yo no quiero escribir sobre extranjeros en países extranjeros. Quiero escribir sobre nosotros, los japoneses. Quiero escribir sobre Japón, sobre nuestra vida aquí. Sé que mi trabajo es accesible para los occidentales pero mis historias no están occidentalizadas. Muchas referencias que son vistas como muy occidentales, Los Beatles por ejemplo, son partes integrales del paisaje cultural japonés. Cuando escribo sobre un personaje comiendo en McDonald’s, los extranjeros se preguntan, ¿por qué come una hamburguesa y no tofu? Pero comer hamburguesas es muy natural para los japoneses, es algo de todos los días. En mis novelas la forma en que la gente habla, cómo reacciona y cómo piensa es muy japonesa. Casi ningún lector japonés se queja de que mis historias no se parecen a la vida diaria. Quiero escribir sobre lo que somos, adónde vamos, por qué estamos aquí.
Este texto está tomado de las respuestas que Haruki Murakami le dio a John Wry en su entrevista para The Art Of Fiction de The Paris Review Nº 182, publicada en 2004.
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