Las fichas del Imperio
Reproducimos a continuación algunos tramos de Imperio particularmente importantes para comprender el impacto que el libro ha tenido entre los sectores progresistas de todo el mundo.
POR TONI NEGRI Y MICHAEL HARDT
A través de la transformación que provoca hoy en el derecho supranacional, el proceso de constitución del imperio tiende, directa o indirectamente, a penetrar en la ley nacional de los Estados-nación y a reconfigurarla; por lo tanto, el derecho supranacional sobredetermina decisivamente el derecho doméstico.
Probablemente, el síntoma más significativo de esta transformación sea el desarrollo del llamado derecho de intervención. Habitualmente se lo concibe como el derecho o el deber que tienen los sujetos dominantes del orden mundial para intervenir o resolver problemas humanitarios, garantizar acuerdos e imponer la paz. El derecho de intervención figuraba predominantemente entre la panoplia de instrumentos acordados por las Naciones Unidas en su Carta para mantener el orden internacional, pero la reconfiguración contemporánea de este derecho representa un salto cualitativo. Los Estados soberanos individuales o el poder supranacional (la ONU) ya no intervienen, como ocurría en el antiguo orden internacional, solamente para asegurar o imponer la aplicación de compromisos internacionales voluntariamente acordados. Ahora, los sujetos supranacionales, legitimados no por el derecho sino por el consenso, intervienen en nombre de cualquier tipo de emergencia y de principios éticos superiores. Lo que sustenta esta intervención ya no es solamente un estado permanente de emergencia y excepción sino un estado permanente de emergencia y excepción justificado por la apelación a valores esenciales de justicia. En otras palabras, el derecho de policía queda legitimado por valores universales (pág. 33).
Con el fin de la Guerra Fría, los Estados Unidos fueron convocados a desempeñar el papel de garante y a dar mayor eficacia jurídica a todo este complejo proceso de formación de un nuevo derecho supranacional. Del mismo modo que en el siglo I de la era cristiana los senadores romanos le pidieron a Augusto que asumiera los poderes imperiales de laadministración por el bien público, hoy las organizaciones internacionales (las Naciones Unidas, las organizaciones monetarias internacionales y hasta las organizaciones humanitarias) les piden a los Estados Unidos que asuman el rol central en el nuevo orden mundial. En todos los conflictos regionales de fines del siglo XX, desde Haití hasta el Golfo Pérsico y desde Somalia hasta Bosnia, los Estados Unidos fueron convocados a intervenir militarmente (y estamos hablando de pedidos reales y sustanciales, no de meros trucos publicitarios destinados a calmar el disentimiento público estadounidense). Aun cuando hubiesen sido reacios a tal intervención, los militares estadounidenses habrían tenido que responder a esos requerimientos en nombre de la paz y el orden. Ésta quizás sea una de las características esenciales del imperio, es decir, su desarrollo estriba en un contexto mundial que permanentemente reclama su existencia. Los Estados Unidos son la fuerza policial de la paz, pero sólo en última instancia, cuando las organizaciones supranacionales de paz exigen una actividad organizativa y un conjunto articulado de iniciativas jurídicas y de organización (pág. 173).
El legado de la modernidad es un legado de guerras fratricidas, de un “desarrollo” devastador, una “civilización” cruel y una violencia nunca antes imaginada. Erich Auerbach escribió una vez que la tragedia es el único género que puede llamarse propiamente realismo en la literatura occidental y esto quizás sea cierto a causa de la tragedia que la modernidad occidental desató en el mundo. Los campos de concentración, las armas nucleares, las guerras genocidas, la esclavitud, el apartheid: no resulta difícil enumerar los diversos escenarios de la tragedia. Sin embargo, al insistir en el carácter trágico de la modernidad, no pretendemos seguir a los filósofos “trágicos” de Europa, de Schopenhauer a Heidegger, quienes transformaron estas destrucciones reales en narrativas metafísicas sobre la negatividad del ser, como si estas tragedias auténticas fueran meramente una ilusión o, más bien, ¡nuestro destino último! La negatividad moderna no se sitúa en alguna esfera trascendente sino en la dura realidad que tenemos ante nosotros: los campos de las batallas patrióticas de las dos guerras mundiales, desde las matanzas de los campos de Verdún a los hombres nazis y la repentina aniquilación de miles de personas en Hiroshima y Nagasaki, los bombardeos sostenidos en Vietnam y Camboya, las masacres desde Sétif y Soweto hasta Sabra y Shatila, y la lista continúa interminable. ¡No hay Job que pueda soportar tanto sufrimiento! (Y cualquiera que se ponga a enumerar semejante lista pronto advierte hasta qué punto es inadecuada para dar cuenta de la cantidad y la calidad de las tragedias.) Pues bien, si esa modernidad ha terminado y si el Estado-nación moderno que sirvió como condición ineludible para la dominación imperialista e innumerables guerras está desapareciendo del escenario mundial, ¡de buena nos libramos! Debemos quitarnos de encima cualquier extraviada nostalgia por la belle époque de la modernidad (págs. 58-59).
En esta situación, ¿cómo puede reactivarse un discurso político revolucionario? ¿Cómo puede obtener nueva consistencia e incorporar en algún eventual manifiesto una nueva teleología materialista? ¿Cómo podemos construir un aparato que reúna al sujeto (la multitud) con el objeto (la liberación cosmopolítica) en el seno de la posmodernidad? Evidentemente, esto no puede lograrse siguiendo las indicaciones ofrecidas por Marx y Engels, ni siquiera aceptando por entero el argumento del campo de inmanencia. En la fría placidez de la posmodernidad, lo que Marx y Engels percibían como la copresencia del sujeto productivo y el proceso de liberación es en alto grado inconcebible. Y sin embargo, desde nuestro punto de vista posmoderno, los términos de El príncipe de Maquiavelo, entendido como un manifiesto, parecen adquirir una nueva contemporaneidad. Forzando un poco la analogía con Maquiavelo, podríamos plantear elproblema del modo siguiente: ¿cómo puede la fuerza productiva dispersa en diversas redes hallar un centro? ¿Cómo puede la producción material e inmaterial de los cerebros y los cuerpos de la mayoría construir un sentido y una dirección comunes? O, más precisamente, ¿cómo puede encontrar su príncipe el esfuerzo de salvar la distancia entre la formación de la multitud como sujeto y la constitución de un aparato político democrático?
Probablemente tengamos que reinventar la noción de teleología materialista proclamada por Spinoza en los albores de la modernidad, cuando afirmaba que el profeta produce su propio pueblo. Quizás deberíamos reconocer, junto con Spinoza, el carácter irresistible del deseo profético, tanto más poderoso cuanto más se identifica con la multitud. Tampoco está nada claro que esta función profética pueda hacerse cargo de nuestras necesidades políticas o pueda sustentar un manifiesto potencial de la revolución posmoderna contra el imperio pero, ciertamente, las analogías y las coincidencias paradójicas parecen sorprendentes. Por ejemplo, mientras Maquiavelo propone que el proyecto de construir una nueva sociedad desde abajo requiere “armas” y “dinero” e insiste en que debemos buscarlos en el exterior, Spinoza responde: ¿no las tenemos ya? ¿Las armas necesarias no están acaso en el poder creativo y profético de la multitud? Tal vez también nosotros, situándonos en la esfera del deseo revolucionario de la posmodernidad, podamos responder: ¿no poseemos ya “armas” y “dinero”? El tipo de dinero necesario al que se refiere Maquiavelo puede estar en realidad en la productividad de la multitud, el actor inmediato de la producción y la reproducción biopolíticas. Las armas en cuestión pueden estar contenidas en el potencial del pueblo para sabotear y destruir con su propia fuerza productiva el orden parasitario de la dominación posmoderna (págs. 74-75).
En la posmodernidad, la riqueza social acumulada es cada vez más inmaterial; incluye relaciones sociales, sistemas de comunicación, de información y redes afectivas. Correspondientemente, el trabajo social se vuelve más inmaterial; produce y reproduce simultánea y directamente todos los aspectos de la vida social. A medida que el proletariado se convierte en la figura universal del trabajo, el objeto del trabajo proletario se hace igualmente universal. El trabajo social produce la vida misma (pág. 239).