Domingo, 13 de agosto de 2006 | Hoy
PATRIMONIO
Por Jorge Tartarini *
Lo conocí hace unos diez años, en los subsuelos del Palacio de Correos. Su oficina estaba al lado de la de aquel solitario agente secreto de Soriano en A sus pies rendido un león. Escrito con marcador, un papel sobre la puerta de entrada decía “Morgue de Edificios”.
En la penumbra del ambiente apenas se distinguían muebles metálicos grisáceos, el escritorio repleto de papeles amarillentos con direcciones y viejos mapas Peuser sobre las paredes. Al fondo, pasillos con decenas de estanterías con cajas prolijamente ordenadas. La clasificación de este universo era simple: dirección, foto, fecha de demolición, autor (del edificio y de su destrucción). Charlando, el director y único empleado me contó su historia.
Antes, cuando todo estaba bien en su vida, trabajaba maquillando cadáveres en una funeraria de Villa Crespo. Un encargo mal realizado para una familia pudiente le valió su despido y retiro forzado. Desilusionado, comenzó a vagabundear buscando una nueva ocupación, sin resultado. Los días en el bar, donde pasaba interminables horas de billar, se hicieron cada vez más largos. Hasta que llegó la imprevista demolición. Lo que siguió contando después fue poco claro, pero creo que aquella escena y su pasado mortuorio lo llevaron a una cruzada imposible: registrar las demoliciones de antiguos edificios, con foto y una caja llena de polvo de su demolición. Esto último en asociación directa con las urnas de cenizas que preparaba en la funeraria para los deudos.
Para mis adentros, me interrogaba una y otra vez sobre la escasa utilidad de ese raro registro, pero continué escuchándolo. En el olor de cada caja había algo de la construcción muerta, me explicaba. Algo que, a su modesto entender, tenía que ver con su alma y las razones de su desaparición. Estaba decidido a irme cuando, al fondo de las estanterías, me atrajo un lujoso mueble de madera con el cartel: “Muertes especiales/homenajes”. Según mi anfitrión, allí estaban las demoliciones piadosas. Una especie de fusilamiento de Dorrego llevado al terreno edilicio.
La primera caja era de la Casa de la Virreina Viuda o Vieja, una de las últimas viviendas de fines del siglo XVIII que tenía la ciudad. Antes de ser demolida en 1909, el autor del nuevo proyecto (el edificio de las dos cúpulas, en la esquina de Perú y Belgrano), el arquitecto dinamarqués Morten F. Ronow la relevó hasta sus menores detalles. La segunda es la primera Casa de Bombas que tuvo Buenos Aires, en 1868, proyecto del ingeniero John Coghlan, que formaba parte del servicio de provisión de agua potable de la ciudad. Este pequeño edificio neoclásico en Recoleta fue demolido en 1933, pero más tarde fue reconstruido a imagen y semejanza por operarios de Obras Sanitarias de la Nación en la actual Planta Potabilizadora de Palermo. Una reencarnación piadosa poco común entre nosotros.
Las cajas que seguían eran de muertes, perdón, demoliciones, más recientes. En su mayoría correspondían a fines de los ‘30 y comienzos de los ‘40, cuando residencias coloniales demolidas a fines del siglo XIX y principios del XX fueron reconstruidas pero como museos de la tradición y otros usos a tono con el difundido “rescate de las raíces” operado entonces en la esfera oficial, como los museos en Chascomús, Dolores, San Antonio de Areco, etcétera. Estas reencarnaciones edilicias, me explicaba, como los edificios tomaban otra personalidad, eran más afines al espiritismo y los cultos orientales.
Más al fondo, había unas cajas pequeñas, de varios colores, distintas al resto. Eran las muertes parciales: edificios mutilados, que sólo conservaban partes de su aspecto original. El color de la caja variaba según la forma en que se había producido la mutilación. Entre las másoscuras (las más violentas...) estaban la de la ex Fábrica Aguila en Barracas y una larga serie de estaciones intermedias en el norte, oeste y sur de la ciudad.
El clima ya era parecido a los personajes de Onetti y su Astillero. Por lo que decidí despedirme, pero antes recibí como recuerdo de mi paso un crespón con las siglas de su Morgue/Museo. Nunca supe más nada de aquel maquillador funerario, travertido en coleccionista de decesos edilicios. Un día, recorriendo Villa Crespo, recordé a aquel coleccionador, acostumbrado a codearse con la muerte. Y pensé que no era la muerte en sí lo que había decidido su registro. Era algo natural del devenir y de su profesión. Lo que le había atraído más era la gratuidad de algunos decesos, la falta de perspectiva de sus autores ante demoliciones que podrían haberse evitado y la insoportable levedad de quienes consideraban a esos testimonios históricos objetos sin alma ni contenidos simbólicos, sin una dimensión trascendente más allá de su materialidad.
Para no hablar de las posibilidades de supervivencia que hubieran tenido muchos, si se hubieran practicado estudios serios de sus capacidades para albergar nuevos usos y encarar otro ciclo de vida útil. Cierto es que no todo es recuperable ni nada es eterno. Pero el imposible trabajo del maquillador de Villa Crespo sugería que en muchos casos hubiera sido preferible dar al condenado algo más que un último deseo a la hora de su demolición.
* El autor es arquitecto e investigador del Conicet.
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