Domingo, 13 de agosto de 2006 | Hoy
OPINIóN
Después de infinitas idas y venidas, por fin inauguró el hotel en el palacio Duhau, en plena avenida Alvear. Todo el que aprecia el patrimonio edificado tembló al anunciarse la obra. Todo el que sabe qué poquitos “palacios” le quedan a esta ciudad tembló todavía más. Por desgracia, tuvieron razón en temblar, porque lo que fue una residencia aristocrática y elegante, aunque bastante severa en estilo, terminó siendo tratada con la habitual falta de respeto y con una dosis de mal gusto que, francamente, sorprende.
Nadie se asombrará de que lo único que vale la pena ver en el Palacio Duhau Park Hyatt Buenos Aires, como se llama el hotel, es lo relativamente poco que sobrevivió al “reciclado”. El edificio nuevo, sobre Posadas, es fácilmente olvidable, y la circulación subterránea entre ambos edificios es una confusión tal que el transeúnte termina pidiendo indicaciones para llegar a algún lado. No es eso que fastidie, porque en la galería de conexión hay una muy buena exhibición de arte y casi da gusto perderse un rato.
Pero la mansión... ¿qué inquina tendrán en el estudio que realizó la “arquitectura interior” contra los Duhau, para hacerle esto a su casa? Pocas veces será posible ver algo más guarango que los dos salones franceses que alojan hoy un bar, salones que exhiben sus molduras originales, su perfecto hogar de mármol finísimo y hasta sus pinturas alegóricas a las estaciones sobre los dinteles. El problema es que donde los muros tan trabajados estuvieron pintados a la goma, en algún tono opaco de la paleta francesa del XVIII, ahora se ve una pintura cualunque en grisecito moderno. Y donde las molduras estuvieron resaltadas en oros viejos a la hoja, ahora son plateadas.
Plateadas. Como en una gomería de Burzaco. O como en un chistecito posmo: era dorado, es plateado.
Este toque bailantero se completa con otro caso de la aparentemente irresistible pasión por transformar los cielorrasos en muestrarios de equipos. El de estos salones a la Luis están cribados de rejillas, lámparas embutidas, una cámara de seguridad que parece la luz de un patrullero y varios etcéteras de catálogo.
La pobreza de gusto se traslada al tercer salón del bar, revestido con una serie de paneles tallados en estilo renacentista francés, rarísimos y muy valiosos, seguramente traídos de Europa como un tesoro especial y que hacen de boisserie hasta más o menos dos metros de altura. Por encima de ese nivel, y completando la gran altura del ambiente, ahora hay espejos entintados. De la bailanta se pasa al telo.
Al gran hall de columnas le fue un poco mejor, pero no mucho. Están las espléndidas columnas, restauradas muy bien. Están las rotundas ornamentaciones de la entablatura. Lo que no está es el cielorraso, reemplazado por una plataforma flotante también perforada de equipos. Como no había lugar para tanta cosa, la plataforma cuelga bajo el nivel original, con lo que cubre visualmente la entablatura. Para que no se pierda, la iluminaron en garganta, con lo que las proporciones clásicas del noble ámbito se van al diablo.
Como se ve, todo es modernito, y los muebles también. El problema es que los ambientes del Duhau respiran tanta clase y elegancia que hasta pintarrajeados destruyen el mobiliario que le pusieron. Todo está pensado para dar un aire de informalidad elegante, muy mala idea en un edificio tan ornado: el palacio hace parecer a los muebles como saldos comprados de apuro en el Once. No se puede poner cuerina y acrílico al lado de una chimenea de mármol marrón tallada hasta la locura. Ni hablar de las grandes arañas “rústicas”, de metales martillados, que lucen fuera de lugar, mal terminadas.En fin, un intento de pastiche que terminó en pastiche fallido. El Duhau pena en su vergüenza y quien quiera tomarse una copa en un lugar realmente elegante tiene que seguir a los mismos rumbos de siempre: el Plaza, el Alvear o la notable casona del Four Seasons, que es un ambiente francés tratado con verdadera clase y con respeto.
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