Sábado, 24 de marzo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Mezclar un cemento de piedra de París para reparar una fachada es un arte aparentemente simple y tradicional. Pero resulta que requiere lo mismo que un buen asado: un ojo experimentado y mucha práctica.
Por Sergio Kiernan
Hace mucho tiempo, alguien notó que ciertas tierras, mezcladas de ciertas maneras, mojadas hasta cierto punto por lluvias o rocíos, terminaban durísimas al secarse. Algún ojo agudo habrá notado el fenómeno, guardado la información y repasado el dato para uso futuro. Esos eran los buenos tiempos, cuando la gente descubrió que se podía comer caracoles y que los granos olvidados en agua terminaban en cerveza. Haber descubierto el cemento permitió usar de una buena vez como Dios manda esa gran tecnología, el ladrillo, y erigir estructuras que todavía están ahí, con dos o tres mil años de abandono, pero arriba. Y, con el tiempo, también permitió una revolución estética: el revoque.
Lo más notable del asunto es que si bien la tecnología cambió bastante en lo que va de sumerios a argentinos, el fondo material sigue siendo el mismo. Moler piedras, mezclar los polvos, agregar ligantes. Lo principal de este material sigue siendo una buena cantera, un buen recurso material. Hasta las mismas plantas mantienen un aire de taller renacentista llamativo, donde las maquinarias y sustancias químicas se acompañan de mesas de trabajo manual donde se modela, se prueban adherencias sobre tablitas y se hacen registros revocando papeles, cosa de recordar qué tono pidió cada cliente.
En la ciudad de San Martín, suburbio porteño, está la vieja fábrica de la familia Tarquini, donde se practican estas artes. Renovada, expandida, cambiada, la planta mantiene sin embargo las capacidades de mezclar y modelar a mano, y sus cursos de los sábados son de una notable popularidad justamente por eso: se habla de materiales con una cuchara de albañil en la mano, enchastrando prolijamente paneles móviles.
La compañía comenzó con un argentino de primera generación que se vino de Santa Fe a buscar trabajo y encontró una profesión haciéndose amigo de un señor japonés que fabricaba botones de nácar y luego perdió todo durante la guerra, confiscado como ciudadano enemigo. El primer Tarquini cementero comenzó a proveer los descartes de nácar de su amigo, las “chispitas” a los fabricantes de baldosas graníticas. Fue una idea formidable, un descubrimiento que todavía brilla en pisos de casas y departamentos que no sucumbieron a la confusión entre progreso y novedades. Y también fue el comienzo de una firma dedicada a proveer materiales básicos al gremio de la construcción.
Los Tarquini –el segundo, Guillermo, sigue compartiendo decisiones con el primero, notablemente activo– fabrican cementos y revestimientos a escala, pero les brillan los ojos cuando hablan de cosas más vale tradicionales. Por ejemplo, su último producto es tan, pero tan viejo que resulta novedoso: la cal apagada. Los que construyen, remodelan y restauran suelen rezongar con nostalgia que hace muchos años que se jubiló el último albañil que sabía apagar cal, operación engañosamente simple que termina siendo como un asadito para el cual hay que tener mano. Muchos edificios fueron construidos con la cal implícita, ya que sus muros necesitan respirar y eliminar humedades por evaporación, algo que la cal bien apagada permite hacer sin perder color. Son edificios que comienzan a tener problemas en cuanto se los pinta con pinturas modernas, llenas de plásticos selladores que le cierran los poros al muro.
En Italia, la cal apagada se llama grasello y se vende desde hace poco en grandes tachos, lista para usar. Los Tarquini acaban de poner en el mercado local el mismo producto y lo describen con primor de artesanos: que tiene ocho meses de estacionamiento, que es blanquísima, que viene liviana para pintar o más espesa para morteros, todo acompañado con cucharadas en los pacientes paneles móviles.
En los talleres de San Martín se ven mesas con tablitas donde se experimentan mezclas de todo tipo y órdenes especiales, algo lejano al negocio central, pero bienamado. Por ejemplo, una gran ménsula copiada por encargo para reemplazar un faltante en un famoso hotel, cuyo original pesa 300 kilos, pero cuyo suplente pesa apenas 100, gracias a su planteo de estructura interna. Y allá, al fondo, está el taller de cementos especiales, donde se hace la piedra París que reemplaza faltantes en todo tipo de edificios.
El cemento de París es el material favorito de la gran época porteña, la durísima piel de los edificios tradicionales y de los monumentos públicos argentinos. Así llamado porque básicamente imita la textura y color de la piedra usada en la capital francesa, como pieza tallada y como base para cementos de frentes, el París tiene sus vueltas y cambia de colores del blanco al crema subido, detalle poco visto gracias a la mugre de smog que todavía cubre tantos de nuestros edificios. Es por eso que cada edificio, a la hora de reemplazar pedazos faltantes, descubre que su París es único y no puede comprarse en el corralón.
Lo que se hace en el taller de los Tarquini es simple. El cliente tiene que mandar un pedazo del cemento original, bien lavado. El primer paso es tomarle una foto a 40 aumentos, usando un instrumento que parece un microscopio pero es llanamente una lupa muy poderosa. Con semejante ampliación, el cemento parece un mosaico, con sus granos transformados en azulejos, y resulta fácil ver cuánto tiene de fino y cuánto de grueso, cuánto de árido y cuánto de aglomerante. Las sustancias que le dan color resaltan como cascotes.
Esta granulometría ya le dice al ojo experto casi todo lo que necesita saber, pero aun así se consulta el archivo de patrones de piedras y arenas, marmolinas y dolomitas que usan y usarán para hacer este tipo de cementos. Pronto se tiene una receta, que se mezcla con enorme precisión, incluyendo una balanza electrónica para pesar al gramo los pigmentos más fuertes, como el peligroso negro. Esta mezcla es mojada, revuelta y testeada con mucho cuidado, porque el factor tiempo es tan importante o casi como los ingredientes para lograr cierta textura y color. Como en las de cocina, la receta incluye ingredientes y tiempo.
Cuando se logra la mezcla adecuada, falta determinar el modo de aplicación, con lo que se empiezan a revocar tablitas del tamaño de un libro, fratachando y peinando, en diversos espesores. No sorprende que cada partida de cemento “a medida” salga con una suerte de manualito del usuario, detallando todo esto. Y que en el taller se guarde una bolsita de muestra, numerada, y una ficha que incluye un rectángulo revocado directamente sobre el papel.
Estos servicios no resultan particularmente caros y en la ecuación de restauración suelen ganarle sin problemas a eso de pintar los frentes, error común que se paga al contado.
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