Sábado, 25 de agosto de 2007 | Hoy
HORACIO SPINETTO
Este jueves, Horacio Spinetto presentó su nuevo libro de la serie “patrimoniales”, editado por la Ciudad. Luego del dedicado a los cafés y el de las librerías, este jueves fue el turno de Pizzerías de valor patrimonial de Buenos Aires, nuevamente en el agradable formato de bolsillo cuadrado, y con buena impresión. Spinetto es arquitecto, vecino de Devoto y un enamorado de la historia chica de su ciudad, con millones de horas dedicadas a recorrerla, como un flaneur con objetivos. De este conocimiento íntimo y de este millaje porteño fueron surgiendo sus libros. El más recordable y ya reeditado es, se entiende, el de los cafés. Esto es porque hay más cafés que librerías y pizzerías, y porque también hay más que sobrevivieron en estado original o casi.
Este pequeño y lindo volumen arranca con una historia de la pizza porteña, lo que equivale a decir una pequeña historia de una de las tantas cosas buenas que hicieron los tanos por este país. En esas páginas de arranque hay grabados de los primeros pizzeros, callejeros ellos, que vendían sus novedosas comidas sobre mesitas plegables. En una de estas imágenes se ve a uno que las mantenía calientes en bandejas con tapas ajustadas, que parecían latas de películas: era la alguna vez famosa “pizza de tacho”.
Para la década del cuarenta la pizza ya era parte del paisaje y un hábito tan arraigado que Calé y Medrano la incluían en sus costumbrismos sin necesitar explicaciones.
La manera en que se comercializan pizzas en Argentina es llamativa. En países menos pizzeros, como Brasil, hay pocas alternativas, sólo en las grandes ciudades y puestas como una variante de la comida italiana. Básicamente, no hay pizzerías sino algunos restaurantes dedicados a la pizza. Sólo Buenos Aires parece haber desarrollado la extensísima red de boliches bien o mal puestos, grandes o ínfimos, dedicados a vender por porción. Y la pizza porteña ya es una variedad nativa, diferente a lo que trajeron los inmigrantes y lo que creció por ese mundo tan ancho y tan lleno de italianos.
El corazón del libro de Spinetto es, por supuesto, la recorrida por las pizzerías porteñas que van desde tradiciones inmemoriales, como Banchero, a supernuevas como Filo y Piola. Ahí está la San José, en Flores, que sigue alimentando manadas de estudiantes. También la venerable Güerrín y la elegante Los Inmortales, y por supuesto la mínima e intemporal Pirilo, bastión de la pizza de cancha, mal cortada y recién hecha, en San Telmo.
La ambigüedad de esta colección está en el aspecto patrimonial, nada menos. Por un lado, no hay duda de que la tradición pizzera porteña es un patrimonio vivo, “inmaterial”, como está de moda decir ahora. Para cada nuevo porteño y para cada pibe que sale al mundo, es de rigor aprender a pedir una pizza, a comerla de parado o de sentado, y a combinarla con acompañamientos inhallables en otros rumbos como la faina y el moscato. Es, además, un mundo donde el vino puede venir en pingüinos y donde las servilletas suelen ser de un papel durísimo, casi impermeable, que debe ser fabricado sólo para pizzerías.
Pero por otro lado, y con honrosas pero escasas excepciones, no debe haber locales más remodelados que los de las pizzerías, rubro que aparentemente tiene como dogma de fe que los restaurantes deben ser destruidos regularmente para ser redecorados en el peor gusto disponible. En los setenta, la moda eran las colecciones de azulejos de todos los colores posibles, hoy parece ser la falsa madera superbarnizada, como le hicieron a la pobre La Americana, de Callao.
En fin, así es la vida, pero con el consuelo de que la pizza sigue siendo de lo mejor y nadie anda remodelando las recetas. Una forma de comprobarlo es este libro de Spinetto, que viene con mapa, direcciones, horarios, especialidades y hasta teléfonos, como para engordar sin problemas.
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