Muchas catalogaciones, la 2548 casi en la gloria, los carteles vetados y dos leyes en falsa escuadra en una Legislatura problemática.
› Por Sergio Kiernan
Decir que 2008 fue un año histórico para el patrimonio resulta repetitivo porque lo mismo se pudo decir, y se dijo, del 2007. Ambas cosas son ciertas porque este año fue la continuación del proceso de plena politización del tema: el patrimonio ya está plenamente integrado a la agenda de asuntos que se deben atender si uno tiene vida legislativa, ejecutiva o judicial. Este año termina con logros, tropezones y problemas, pero con un muy claro avance y con tirios y troyanos cada vez más de uniforme, como para que los distingamos.
Para dar una idea, en este último trimestre se aceleraron las catalogaciones de edificios, APH y lugares históricos. En sólo siete sesiones de la Legislatura se votaron las catalogaciones definitivas –segunda lectura– de Montevideo 1244, Magallanes 1140, la Fundación Bunge y Born, las embajadas de Italia y Estados Unidos, el colegio La Salle, la Casa Colectiva Valentín Alsina y José Luis Cantilo 4500. Y se iniciaron, con la primera votación, las del Pasaje Suizo de Vicente López 1661, la APH Callao que propuso la diputada Marta Varela del PRO, el Chalet de la Cruz Roja, el Sitio Histórico Teatro El Picadero, el Sitio Histórico Casa Suiza, el APH 15 “Casco Histórico de Flores”, Independencia 2014, los edificios de renta de Rodríguez Peña al 100, Sargento Cabral 847, Azcuénaga 1083/85 y 1129/35/45, los cinco inmuebles de Güemes al 2900, los inmuebles de Ugarteche 2815/19 y 2820, el Comité Capital de la UCR en la calle Tucumán y Santiago del Estero 1435.
Que estos proyectos fueran aprobados demuestra que el ítem patrimonio en la agenda de la Legislatura ya no llama la atención, es parte normal del trabajo cotidiano. Más importante aún fue el curioso caso de la ley 2548, a medio resolver por situaciones centralmente políticas y no por el habitual macaneo de tomar al patrimonio como un interés de nostálgicos y arquitectos románticos.
La ley 2548 fue el parche de gloria con que terminó el 2007, año en que las ONG patrimonialistas se graduaron con honores en eso de hacer amparos y lograr que los juzgados frenaran demoliciones. El caso seminal fue el de Montevideo 1244, que acaba de cerrarse con una catalogación final. El palacio de los Bemberg iba a ser demolido aunque estaba en trámite de catalogación, avivada criolla que aprovechaba los lentos tiempos legislativos. Basta de Demoler tomó una idea dorada de la asesoría legal de la Comisión de Patrimonio, que demoler de apuro impedía a la Legislatura cumplir su función constitucional de, justamente, legislar. La justicia porteña aceptó el argumento, suspendiendo la demolición.
La Ciudad, por supuesto, apeló, y comió un fallo todavía más prístino de la Cámara porteña. No sólo no se podía demoler Montevideo, dijo el tribunal, sino que la Ciudad no podía dar permisos de demolición de nada que tuviera trámite de entrada a la Legislatura. Este principio general, duro y claro, evitaba una invasión del Ejecutivo a las funciones del Legislativo y evitaba el carnaval de demoliciones que se ve hasta en Nueva York, como se relató en m2 el sábado pasado.
Es difícil explicar el sacudón que significó este fallo. El Ejecutivo se encontró con que la rutinaria indiferencia con que sus burócratas permitían demoler –total...– pasaba a ser un grave tema constitucional y una bandera para las ONG. En este ambiente, la presión por lograr una ley general de patrimonio terminó en la 2548.
Esta bella ley-parche es simple. Su base era el pernóstico proyecto de Ibarra/Telerman de venderle a la Unesco una parte de Buenos Aires como paisaje cultural de la humanidad, que terminó en un fuerte ridículo a nivel internacional. Además de para gastar dinero y permitirle viajar frecuentemente a funcionarios, el proyecto terminó en la existencia semilegal de un polígono que básicamente tomaba toda la costa porteña, de La Boca a los bosques de Palermo. Esta área recibió un régimen especial en el que no se podía demoler nada de 50 años o más sin un permiso especial de una entidad ad honórem llamada Concejo Asesor de Asuntos Patrimoniales, CAAP.
En criollo, esto era invertir el sistema habitual, en el que si alguien quiere catalogar algo, tiene que hacer un largo y complicado proceso de estudio y propuestas. Bajo la 2548, el que quiere demoler tiene que “desproteger” el edificio a destruir. El método mostró la falacia de los argumentos de los talibanes del libre mercado: se protegieron muchos edificios, se demolieron muchos edificios y nadie quebró, no hubo desempleo y la industria de la construcción no retembló.
El problema con la 2548 es que duraba apenas un añito, que se vencía ahora mismo. Mientras se contaban los votos para extenderla por seis meses o por otro año, de golpe cayó un rayo en plena Legislatura. Resulta que el ministro de Desarrollo Urbano, el arquitecto Daniel Chaín, emitió hace dos semanas un comunicado diciendo que había que proteger el patrimonio y que impulsaba no sólo la renovación de la 2548, sino que lo hacía por dos años y con validez para toda la ciudad.
Ahora bien, Chaín le tiene tanto cariño al patrimonio como un musulmán a los chanchos, con lo que su timonazo fue un misterio. La única explicación posible es que simplemente no fue su decisión, que la idea vino de más arriba. Como Chaín es ministro, el “más arriba” se reduce a dos personas: el jefe de Gabinete porteño Horacio Rodríguez Larreta y el mismo jefe de Gobierno Mauricio Macri. ¿Por qué harían algo así? Porque finalmente entendieron que la obscura campaña de destrucción del patrimonio y de obstrucción de Chaín era una fábrica de opositores en barrios y entre personas que no eran antimacristas hasta que aparecían a levantarles los adoquines.
Chaín es tan antipatrimonialista que a mediados de noviembre andaba por el Colegio Profesional de Arquitectos y Urbanistas, CPAU, haciendo lobby para que los profesionales se opusieran a la misma idea de una ley de patrimonio. En una muestra de ingenuidad formidable, las autoridades del CPAU compraron la idea y empezaron a mandar cartas, pidiendo una entrevista con la presidente de la Comisión de Patrimonio e impulsora de la ley, Teresa de Anchorena. La ingenuidad, de paso sea dicho, es tanta, que el CPAU insiste en pedir audiencias pese a la voltereta de Chaín, que los dejó colgados del proverbial pincelito.
Hace tres jueves, el macrismo presentó la modificación a la 2548 para ser votada. No pudo ser, porque la presidente de la Comisión de Cultura Inés Urdapilleta, FPV, se negó cerradamente: nadie la había consultado y ella no votaba. Esta semana, la diputada está estudiando un borrador de Informe Técnico que le envió el ministerio de Desarrollo Urbano. Si le parece correcto, ya debidamente consultada, la diputada desbloquearía su voto y Buenos Aires por fin tendría su propia ley de Patrimonio.
Mientras, el Ejecutivo le puso el veto parcial a la nueva ley de carteles que terminó votando la Legislatura. Como se recordará –ver m2 del 28 de junio–, el proyecto original fue del director general de Política y Desarrollo del Espacio Público Tomás Palastanga, un hombre joven con mucha experiencia legislativa y una verdadera pasión por estas cosas. El proyecto era de un rigor notable y se basaba en la muy dura ley madrileña, que limpió una de las capitales europeas más falopas en este tema. Lo que proponía Palastanga era achicar drásticamente la cartelería porteña, limitar su polución visual y acotar el mal gusto chillón que la caracteriza.
El sector reaccionó con un provincianismo notable. Los carteleros cerraron filas en mantener todo como estaba, esgrimiendo argumentos como que no había nada de malo con la legislación actual, excepto que no se cumplía, curioso caso de autoinculpamiento. Los carteleros crearon un lobby suntuoso que recorría despachos y pasillos legislativos como Pedro por su casa. Fue tan fantástico que hasta los veteranos más duros terminaron asombrados viendo cómo los lobistas se sentaban a la mesa en las deliberaciones de la comisión de Protección y Uso del Espacio Público y acercaban solícitos artículos enteros redactados por sus abogados. La presidente de la comisión, Silvia Majdalani, parecía personalmente enconada en aguar la iniciativa de su propio partido: Majdalani es del mismo PRO al que pertenecen Palastanga, su ministro Chaín y el Jefe Macri, que enviaron el proyecto.
No hubo caso. El afilado proyecto original fue cuidadosamente majdalanizado hasta hacerse mucho más desdentado. Como no daba para liquidarlo y listo, ocurrió lo habitual: los carteles que producen las empresas más chicas fueron rigoreados, mientras que las marquesinas y los inmensos carteles al tope de edificios fueron mantenidos, no sea cosa que se enojen las carteleras más grandes.
Al parecer, Majdalani, sus socios comerciales y sus colegas legislativos se pasaron en el descaro. Macri devolvió un veto parcial a... la parte que habla de las marquesinas y los carteles inmensos al tope de edificios.
Entre medio de todo esto, sucedió el escándalo de las dobles votaciones, en las que legisladores les aprietan el botón a colegas ausentes. Este martes se tuvo que hacer una sesión fuera de programa para volver a votar lo que se había votado la semana anterior, súbitamente en la ilegalidad. Fue una sesión durísima, donde Patricia Walsh le preguntó a Diego Santilli por qué no había hecho nada sobre estos temas –hasta le leyó del diario de sesiones reclamos de propios y ajenos, que él ignoró– y qué hacía él presidiendo las sesiones, si al fin y al cabo para eso habían elegido a Gabriela Michetti.
Este tenue ambiente deja en una situación delicada dos temas caninos. Uno es la muy cuestionada venta de los terrenos de Catalinas, que se estima será por remate y a un precio de unos 300 millones de pesos, la mitad de lo que se calcula que valen. Para mejor, y en otro eco del viejo Concejo Deliberante de corrupta memoria, los terrenos serán vendidos con una excepción al código, como para construir torres realmente, pero realmente altas.
El otro tema es el intento del diputado Cristian Ritondo, el Legislador del Año, de blanquearle retroactivamente un ilícito a la Corporación Sur. Ritondo, que terminó a las piñas y apretando botones de diputados ausentes, quiere bajarle la catalogación al cine El Plata, de Mataderos, demolido a medias por Humberto Schiavoni. Hasta la justicia le mandó frenar la obra a este misionero que preside la Corporación y no se impresiona fácilmente porque ya presidió el Monumento a la Corrupción, Yaciretá. Habrá que ver cómo logra el desaforado Ritondo que le voten este paquetito.
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