Sábado, 22 de mayo de 2010 | Hoy
El estudio de restauración Uffizi reparó la Pirámide de Mayo sin pedir un centavo a cambio. Un acto de patriotismo que salva un olvido del Bicentenario.
Por Sergio Kiernan
Todos los porteños de entonces entrarían y cómodos en un solo barrio de la Buenos Aires de hoy. Y en uno de los barrios chicos, de baja densidad, de casas para que estén cómodos y se hallen. Un barrio como Villa Real, como Monte Castro. Buenos Aires en 1811 ni siquiera era la Gran Aldea de Mansilla, porque no pasaba de una aldea de adobes que terminaba en la Alameda –Callao-Entre Ríos– y se desarmaba en campo en Retiro y el Riachuelo. El resto eran quintas, vacas guampudas y el lejano caserío de Flores.
Pero el caserío era una base revolucionaria, un nudo de jacobinos y rebeldes que ya mostraba el tupé de los hijos de esta ciudad, la manía de picar por encima de lo que se espera o es proporcional. En los años siguientes, marcados por la guerra, Buenos Aires se iba a encontrar como la única capital virreinal que no volvería al dominio español, con sus hijos peleando en latitudes lejanas y escenarios de ultramar.
Con lo que no extraña que el 5 de abril de 1811 decidiera conmemorar el primer aniversario de su alzamiento con un monumento. No había presupuesto alguno ni ganas de irse en ornatos, cosa de monárquicos en la naciente república. El último virrey tronaba desde Montevideo –“rebelde y revolucionaria ciudad”– y bloqueaba el estuario con la flota, mientras la Junta se quebraba en sectas, con procesos revolucionarios y exilios.
El monumento iba a ser una columna de madera, algo como para hacer un acto y leer discursos. Pero el que recibió el contrato, Pedro Vicente Cañete, logró convencer a los contratantes de hacer algo un poquito más durable. Junto a su socio, Juan Hernández, construyó un obelisco de adobe con un zócalo sobre dos gradas, un pedestal de cuatro ángulos entrantes y una cornisa volada alrededor. Arriba, apenas un vaso ornamental y alrededor una reja sostenida por doce columnas de mampostería rematadas por globitos. O sea, el primer monumento de Argentina como país autónomo fue una obra de albañilería de una modestia realmente republicana.
Como muestran las acuarelas de Emeric Essex Vidal, un inglés que hizo muchísimas pinturas de Brasil –país de moda por aquel entonces– y unas pocas de Buenos Aires, la “pirámide” estaba entre el Cabildo y la Recova vieja. Rivadavia amagó reemplazarla por una fuente de bronce, pero nunca hubo fondos, dinero o técnicos para instalarla.
Con lo que la modesta pirámide siguió siendo el foco de la plaza hasta 1856. La Plaza de Mayo no era ni remotamente lo que es hoy, ni siquiera lo que concebimos ahora como una plaza. Era, colonialmente, un simple espacio vacío, una falta de construcciones, un lugar para pararse, comprar y vender, dejar el caballo o simplemente cortar camino con la carreta. Ni siquiera era una plaza, porque la Recova –que corría entre lo que hoy son Reconquista y Defensa– la dividía en dos mitades, llamadas Victoria y 25 de Mayo.
En 1856, el lugar seguía sin árboles, ni fuentes, ni ornamentos, pero ya se sentía que la pirámide era demasiado modesta. Como era el único monumento público de la ciudad, se usaba para toda ocasión. Por ejemplo, allí se aclamó y proclamó la Constitución, en 1854. Para festejar los 40 años de vida independiente, se le encargó a Prilidiano Pueyrredón –que era pintor pero también, a la manera de la época, arquitecto– que la remodelara. Prilidiano recubrió los adobes de Cañete con ladrillería cocida y creó la pirámide que conocemos hoy. Al año siguiente se le instaló encima la estatua de la república, modelada por el francés aquerenciado Joseph Dubourdieu. El nuevo monumento tenía la altura asombrosa de casi 19 metros.
Por supuesto que, siendo esto Buenos Aires, nadie estaba dispuesto a dejar la pobre pirámide en paz. En 1878 se le instalaron cuatro esculturas de mármol en los ángulos de las bases. Las figuras representan la astronomía, la navegación, la geografía y la industria y no tenían un conto que ver con la pirámide porque eran un ya que estamos: las habían sacado del coronamiento del demolido Banco de la Provincia. Las esculturas quedaron ahí hasta 1918, cuando fueron al primer museo municipal, y desde 1972 están en la ínfima plazoleta urbana de Alsina y Defensa, indefensas ante tanto graffitti y vandalismo.
Luego vino Torcuato de Alvear, el intendente que entre 1880 y 1887 transformó a esta ciudad en algo finalmente elegante, urbanizado, bello. En 1883 se concibe el plan de demoler la Recova, crear una gran plaza y colocarle en el centro una gran columna de bronce evocando los sucesos de Mayo (ya andaban hace mucho los porteños por París, seducidos por diversas columnas). Para Alvear, la columna era “mezquina” y la intendencia tenía derecho a demolerla. Pero aun así consultó al flamante Concejo Deliberante, porque se veía venir una reacción emocional. El Concejo también, con lo que con prudencia a imitar hoy en día, consultó a su vez a otras personas. En este caso, a Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Nicolás Avellaneda. Mitre votó por demolerla y conservar su piedra fundamental, mientras que Sarmiento y Avellaneda aconsejaron sacar la obra de Prilidiano y dejar en pie los adobes originales.
El resto de la ciudad poco menos que se alzó en armas ante la sola idea de tocar la pirámide, con lo que Alvear demolió la Recova, creó una plaza de verdad, con luces y arboledas, y le dejó el problema al próximo. Que fue Esteban Bullrich, que tiene la idea de simplemente moverla al centro de la Plaza. Esto se hizo con mucho retraso, porque se acercaba el Centenario y los proyectos edilicios llegaban a la fiebre: hasta se pensó en demoler la Casa Rosada y construir una nueva, blanca, en una isla artificial río adentro.
En 1912, la pirámide fue recubierta en madera, socavada, montada en un carrito y empujada lentamente sobre rieles. A razón de seis metros por día, el 20 de noviembre estuvo en su lugar actual. Como para sorprender al ya difunto Mitre, no había ninguna piedra fundamental.
La pirámide vio toda la vida política argentina, vio remodelaciones infinitas de su entorno, vio aparecer torres y otros espantos, fue pintarrajeada, golpeada e iluminada, siempre con su sonrisa impasible. Al llegar el bicentenario, curiosamente quedó fuera de programa: nadie habló de remodelarla o siquiera restaurarla. Cosa que llamó la atención del experimentado restaurador José Mastrángelo, dueño de la firma Uffizi y un conocedor de materiales y técnicas de antaño. Mastrángelo llamó al artista Carlos Matté y le propuso un acto de patriotismo: restaurar a la dama en su pináculo. Literalmente, fueron a tocar el timbre del gobierno porteño y terminaron derivados, con ciertas caras de asombro agradable, a Daniel Firpo, el arquitecto que dirige las operaciones en la Dirección General de ese nombre en el Ministerio de Espacios Verdes. La oferta fue recibida y el andamio –prestado patrióticamente por Casati– se alzó en la plaza.
Lo que se encontraron Mastrángelo y Matté fue un milagro y un testimonio de la calidad constructiva de otros tiempos. La pirámide no tenía ningún problema estructural y sus grietas eran las esperables en un revoque expuesto a los elementos por tantísimos años, líneas sin profundidad y causadas por la expansión de los materiales. Con lo que los trabajos se centraron en remover revoques flojos, limpiar mucho, sacar parches mal hechos y remover objetos extraños. Es que el estilo “obra municipal” había dejado sus rastros en caños obsoletos con cables podridos –viejos intentos de iluminación–, pinturas sintéticas y hasta parches de Portland tirados a la bartola, sin el menor intento de alisarlos total no se ve.
La escultura de la república estaba milagrosamente intacta, excepto por algunos dedos perdidos, remoldeados por Matté. No se había perdido ni un ladrillo y el equipo de Mastrángelo reemplazó lo perdido o gastado con el mismo coccio pesto que usara Prilidiano, una mezcla de ladrillo molido, arena y cal que inventaron los romanos hace 25 siglos y es durísimo. La pintura final es a la cal, como en el original.
Para los restauradores de Uffizi fue una experiencia notable. Hubo infinitas visitas de organismos públicos y muchos curiosos que se acercaban a hablar. Una señora se indignó por la barbaridad de tocar la pirámide, e hizo falta calmarla y explicarle la patriada.
Que lo fue: Uffizi puso desde materiales a mano de obra, sin un centavo de fondos públicos. Por suerte, todavía nos quedan personas como éstas.
Uffizi: www.uffizi.com.ar,
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