Sábado, 3 de septiembre de 2011 | Hoy
Roto y en venta, el caserón de 1830 remodelado en 1927 fue rescatado para hotel boutique. Una obra compleja con resultados funcionales y estéticos.
Por Sergio Kiernan
Chacabuco 748 aparece en los viejos catastros porteños, como toda la tierra vieja de San Telmo y Catedral al Sur. Para 1830 se ve, en tinta cobriza por el óxido, una casona de tres patios y de altos, pieza noble para esa Argentina vieja. En 1927, se sabe, la simple casona ganó una fachada “moderna”, rejas francesas y tres locales al frente. Y en algún momento se transformó en inquilinato, que no conventillo, de los que terminan con una hilera de cabañitas en medio de los patios funcionando de cocinas. Techos, muros, interiores y exteriores sufrieron la decadencia de las zonas venidas a menos, un proceso que en este caso terminó en venta.
Fue entonces que un grupo de socios se sedujo con el lugar y se metió en lo que hoy admiten libremente fue una bonita camisa de once varas. La idea era reciclar el edificio, devolverle vida propia y abrirlo al público como restaurante, lugar de eventos y hotel detallista, de pequeña escala. Esto suena más fácil de lo que resulta, sobre todo cuando uno de los participantes es hotelero de familia hotelera, con tres generaciones atendiendo viajantes, y una observación lapidaria: los hoteles boutique son en general casas adaptadas, sin el nivel de servicio de un hotel de verdad. El “suyo” debía tener esos servicios.
Con lo que Lucio Neumann, del estudio Neumann-Kohn, señala sus canas a la hora de definir lo que fue crear sistemas de agua a presión, reservas de agua contra incendios, aire acondicionado central, una cocina profesional y un cableado inteligente en un edificio de adobes, ladrillo ancho y bovedillas de madera dura. Crear Patios de San Telmo terminó siendo un trabajo notable en el que se tomaron decisiones estéticas que hacen al debate sobre reciclado y restauración.
Quien se acerque a la calle Chacabuco encontrará una fachada a nuevo, tal vez hasta demasiado, pero con todo lo que tenía antes de la obra. Al entrar, verá el espacio del restaurante a la derecha y a la izquierda lo que será la recepción del hotel. Al frente, una puerta altísima lleva, en elevación, al primer patio, que siempre estuvo elevado y siempre tuvo peldaños para llegar. Parados en lo que fue el zaguán, se verá para arriba los entrepisos, hechos con madera reciclada, que crean ambientes donde se puede tocar la maravillosa bovedilla de maderas del tiempo de Rosas, con sus ladrillones anchos y finitos.
Todo esto oculta un trabajo de ingeniería fina, ya que por detrás se abre una excavación que aloja tanques, equipos y cocinas, y que implicó fijar de nuevo las columnas que sostienen la casa. Para peor, la intervención de 1927 no fue estructuralmente muy atinada y dejó perfiles de hierro hoy inaceptables haciendo trabajos excesivos. Hormigones ocultos permiten que las bonitas viguerías hoy sólo tengan que sostenerse a sí mismas.
El edificio tiene, a partir del primer patio, la luminosidad que solía tener esta ciudad antes de poblarse de torres. Esta manzana todavía exhibe un cielo abierto y se entiende el placer romano de andar por patios. Las habitaciones que se vuelcan aquí tienen un puentecito perimetral para darles privacidad y unas columnas cuadradas muy simples, pero el ojo se va al arco del zaguán de pasaje al segundo patio, con su ladrillería española a la vista. Este segundo aire libre tiene una fuente elongada, que más parece un pluvium, y conserva sus viguerías de quebracho originales, durísimas. Alguien, en 1927, pavimentó la vereda del primer piso con calcáreos, lo que aumentó muchísimo la carga de estas maderas, y luego se reemplazó la reja por un muro también pesado. Hoy, el pavimento de arriba es un leve deck de madera y el borde exhibe una reja, todo un descanso para la estructura vieja.
En el tercer patio uno se encuentra con un amplio espacio abierto, con un quincho montado a partir de una viguería de hierros en I que fue lo único recuperable de una ruina existente. Al girar la vista, resulta que la casa tiene una fachada trasera, con sus bigotitos criollos ahora reconstruidos.
El primer piso repite el esquema, con zaguanes y todo, pero con balconadas con aleros vidriados en lugar de patios. La terraza es perfectamente recorrible, tiene una piscina y solarium, tendrá una huerta y un jardín, y ya exhibe las bases para nueve habitaciones de estructura liviana que se sumarán a las 38 ya existentes.
Buena parte de las puertas y ventanas que se ven son las originales, restauradas y recicladas, y muchos metros de pavimento son los calcáreos encontrados en el lugar. De hecho, por el segundo patio se camina pisando lajones de piedra gris de 25 centímetros de grosor, con pinta de ser viejos de un par de siglos. Las habitaciones perdieron en cielorraso apenas lo necesario para pasar equipamientos, cubiertos por machimbres anchos en blanco. Como las alturas originales eran inmensas, los departamentos siguen siendo altos.
Quienes visiten el hotel, de inminente inauguración, verán básicamente el edificio que fue, con algunas decisiones que Neumann describe como “jugadas”. Las rejas del primer piso y los aleros vidriados fueron diseñados ahora, en un estilo vagamente histórico. Las destrozadas fachadas interiores fueron revocadas en Kimpex, un material que imita la piedra París pero protege tanto adobe de humedades porteñas. ¿Falso histórico? No tanto, porque en este caso el purismo hubiera creado un ambiente zonzón, sin gracia, mientras que la estética elegida le devuelve gracia al conventillo. El gesto de cuidado, extendido en 1700 metros cuadrados, creó un hotel y recuperó un tipo de edificio que en general es demolido sin más.
La única pena realmente es que el gobierno porteño sigue sin pasar la ley que exime a los patrimoniales de respetar a rajatabla los reglamentos de seguridad de obra nueva. En este caso, significó construir una torre de hormigón para poner una escalera de emergencia. Neumann-Kohn la realizó como un objeto colocado en situación, la mejor solución posible ante una injusticia estética.
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