Sábado, 25 de abril de 2015 | Hoy
En plena campaña, el PRO empieza a poner muros verdes, mientras trata de vandalizar el Teatro Urquiza y tiene que pagar la multa por la casa Millán.
Quien cruce los puentes-calle que todavía son la única opción norte-sur sobre el viejo ferrocarril Oeste, verá extrañado unas pérgolas metálicas. Los puentes, viejos de más de un siglo, fueron recientemente arreglados y pintados de un muy apto verde inglés. Tanto tino y buen gusto en el gobierno porteño sorprendía, con lo que lo que está ocurriendo ahora es una suerte de vuelta a la normalidad: las pérgolas sobre los cruces de Billin-ghurst, Gascón y otras calles son jardines verticales, “muros verdes” en la jerga ahora de moda. Resultan algo zonzos, son muy caros y tienen el chiste fácil –¡Babilonia!– con lo que resultarán irresistible al macrismo.
Es muy difícil interpretar esta pulsión, excepto como un capricho de funcionarios caprichosos y creídos de que las novedades, los accesorios, hacen alguna diferencia en la vida urbana. También hay que recordar que esta ciudad perdió espacios verdes en los últimos años, según las propias estadísticas del gobierno macrista. Como el PRO tiende a contar como espacio verde cualquier espacio abierto, no construido, aunque sea una plaza de cemento, no extrañaría que las pérgolas sobre los puentes ferroviarios le habiliten contar el puente entero como un espacio verde.
El muro verde es una de estas cosas ñoñas que se ponen de moda. Su antecedente es, por supuesto, el techo verde, forma complicada de crear espacios verdes más o menos legítimos sin necesidad de dejar tierra despejada. En ciudades de mucha densidad y sin tradición de plazas, como tantas en Europa, la idea tiene sentido aunque sea como manera de controlar el calentamiento local, por reflexión. La experiencia indica, sin embargo, que es un recurso caro de crear y difícil de mantener. Pero el muro verde es otra historia, es un glifo “verde” para consumo, el equivalente ecológico de aquello que el arte corporativo es al arte de verdad. En algunos casos uno hasta se consuela recordando la fealdad supina de las fachadas escondidas atrás del verde, un caso como el que puede verse en las primeras cuadras de la avenida Libertador. Pero en general, el muro verde no aporta nada a la vida de la ciudad.
Pero sí, según parece, a la propaganda electoral. Es lo que casi pasó en la meneada plaza Intendente Alvear, la que el macrismo insiste en llamar plaza Francia. En esa plaza diseñada por Carlos Thays, protegida por todos lados y la primera inaugurada como plaza “moderna”, verde, hay un prado en el ángulo de Pueyrredón y Libertador. Como es un espacio abierto, el macrismo se pone nervioso, como si le faltara algo, y constantemente está intentando poner algo. Primero fue, como se recordará, la estación del subte H, lo que originó un enorme agujero que tuvo que se tapado por orden judicial. Los macristas se quedaron tan resentidos que hasta le hicieron juicio a Basta de Demoler, culpando al amparista por la decisión de un juez (esta vergüenza autoritaria sigue adelante).
Con el agujero metropolitano tapado, este otoño volvieron a la carga, esta vez con un capricho personal del subsecretario de Espacios Verdes Patricio Di Stefano. La idea era poner un muro verde en medio del verde, una enorme letra B y una enorme letra A, formando el logo de BA verde. Si este cantero vertical, con bases de fuerte hormigón y, por lo tanto, más pozos, hubiera sido pensada para un lugar muerto, cementoso, hasta sería pasable. Pero ponerla en un espacio verde de verdad, en el pasto y entre los árboles, es simplemente surrealista. Hasta llegaron a hacer los pozos, pero por suerte desistieron antes de hacer más estropicios.
Y hablando de resentimientos macristas, la segunda foto muestra otro ataque del gobierno porteño al viejo Cine Urquiza de Parque Patricios, el cuarto según los vecinos. Esta vez fue el miércoles y usando ese instrumento de impunidad perfecta, la Guardia de Auxilio, que cayó con amoladoras a romper molduras y cortar pedazos de la fachada, y luego desplegó un barzo articulado con el que empezó a golpearlo. La Guardia es perfecta para estos actos de vandalismo porque puede actuar de oficio, respondiendo o inventando peligros siempre inminentes que requieren mazazos de urgencia.
El Urquiza fue una gloria porteña, un palacio del espectáculo inaugurado en 1921 en un barrio que se iba para arriba. Sobre la avenida Caseros ya se desplegaban casas de fuste, locales bien construidos y algunos edificios de departamentos notables, además de un naciente parque y algunas iglesias construidas por lo alto. Los cambios de eje comerciales y el desprecio frívolo por los edificios antiguos dejaron al teatro donde actuó Gardel y donde se estrenó el primer film sonoro argentino boqueando, transformado en supermercado y finalmente cerrado en 2013 para hacer una torre.
Pero los vecinos se movilizaron, lograron un informe técnico del Area de Protección Histórica, y un amparo en abril de 2014. Como el Urquiza está en el Distrito Tecnológico inventado por el PRO para que aumenten los valores inmobiliarios, el caso se transformó en un duelo de voluntades. El problema es que el Urquiza está protegido por las leyes nacional y porteña de teatros, es anterior a 1941 –tal vez ni el Caap se animaría a “desestimarlo”– y está en el catálogo preventivo. Hasta hay un proyecto de expropiación al que los vecinos ya le prenden velas.
Con tal entramado, lo mejor para quienes quieren demolerlo es primero vandalizarlo, transformarlo en una ruina que nadie lamente. Es lo que piensan los vecinos, que señalan un detalle simbólico: los municipales rompieron y se fueron, dejando tirados los escombros por toda la vereda.
De los tres poderes de esta República, el que más deja que desear es el judicial. No se trata de un gran planteo político, ni de cuestionar ideas o mañas políticas, sino de la simple parálisis, el ritmo geológico que le imprimen a las cosas más sencillas. La cuestión se nota por el contraste: el instituto del amparo es de los poquísimos en que la Justicia tiene que actuar inmediatamente, sin más vueltas, con lo que se reveló como una herramienta muy rica con la que gentes sueltas, sin poder, pueden evitar malos actos de gobierno. La justicia porteña se lució en estos años atendiendo pedidos de vecinos y ONG en tiempo y forma, haciendo lo que debería ser la misma definición de su actividad.
Uno de esos amparos terminó, finalmente, en una causa sobre la cuestión de fondo, la ilegalidad de un permiso de demolición de un edificio protegido. Ejemplarmente, el caso de la Casa Millán, en Floresta, terminó puniendo tanto a la Ciudad que dio el permiso como a la constructora que lo pidió. Los jueces los consideraron solidariamente culpables: como dicen los yanquis, para bailar el tango hacen falta dos. La única pena es que los seres humanos concretos que hicieron este baile no fueran punidos, porque las multas, sin bien grandes, son para la firma y para el gobierno porteño, y dejan intacto el patrimonio y la libertad de los bailarines.
El caso acaba de terminar con un fallo de cámara en el fuero Contencioso, Administrativo y Tributario que revisó la última apelación posible, la del reajuste de la multa a pagar. El gobierno y la empresa terminaron condenados a resarcir “el daño colectivo” causado por la desaparición de la vieja casa catalogada. El fallo original ordenaba pagar un millón y cincuenta mil pesos, medio millón por la constructora y el resto por el gobierno porteño, para un programa de educación y concientización en temas patrimoniales y culturales. Entre tanta apelaciones y retruques, pasaron años desde el fallo original, y la discusión final fue sobre cuál tasa aplicar –pasiva, activa, del Nación– a los montos.
El caso empezó en 2006 cuando la Defensoría del Pueblo porteño recibió la denuncia de vecinos sobre la demolición del histórico caserón en la avenida Alberdi 2476. La Defensoría presentó un amparo y el juez Andrés Gallardo condenó al gobierno porteño, a la constructora Ciadi y los dueños de la casa por cargársela sin más, aunque estuviera protegida. Para los privados, hubo una multa lisa y llana, sin más vueltas. Para el gobierno porteño, la condena fue más matizada, porque ordenaba asignar un grueso monto de dinero a la Comisión de Patrimonio Histórico de la Ciudad para actividades de recuperación, preservación y difusión del patrimonio.
Eso fue al final del gobierno frívolo y blando de Jorge Telerman, y antes de que el zorro recibiera la llave del criadero de pollos. Todos estos años después, la Ciudad tiene que gastar su parte en un programa de preservación y educación que debe presentarle al juzgado. Casi ocho años de macrismo hacen desconfiar hasta al mejor intencionado...
El fallo de Gallardo y la doctrina de responsabilidad real y concreta que crea fue retomado en 2009 por Gerardo Gómez Coronado cuando fue nombrado Defensor Adjunto de la ciudad y se dedicó de lleno a temas patrimoniales y urbanos. Gómez Coronado hizo planteos similares y basó su actuación en la idea de que demoler un edificio protegido es un delito, una manera de lesar al pueblo porteño, que debe ser punido y resarcido, y que el rol del gobierno porteño no es pasivo, accidental.
Lástima que tomó tanto tiempo. Si el fallo hubiera sido más rápido, si hubiera costado buen dinero cargarse un edificio protegido, la justicia nos hubiera evitado otros males, otras pérdidas.
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