Sábado, 5 de noviembre de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
En el 360 y todavía frenteando un garaje, se está terminando de restaurar la casa de los Telechea, de 1792. Estaba al borde del derrumbe pero ya tiene su fachada colonial casi terminada y sus interiores son una fiesta de materiales originales rescatados.
Por Sergio Kiernan
La actual destrucción de nuestra ciudad es la segunda: primero desapareció por completo la vieja aldea colonial, de adobes y miradores. Si no fuera por las viejas fotografías sepia, los dibujos y los grabados de época, resultaría imposible creerse que Buenos Aires fue una ciudad española fundada en 1580, y no una ítalo-francesa de, a lo sumo, mediados del 1800. Los que construyeron la maravillosa urbe que ahora estamos demoliendo se cargaron en detalle la ciudad en la que ellos crecieron, un primer capítulo de la guerra civil contra nuestra propia cultura que todavía arde.
Lo que quedaron fueron pedacitos maltratados y ahora un equipo dedicado está rescatando uno de ellos, la casona de Telechea en Defensa 360. Lo que queda de la vieja residencia era una ruina que frentea un garaje, cuyos asfaltos cubren el 80 por ciento del terreno donde, se sabe, pasa un túnel, hubo un calabozo para esclavos levantiscos y yacen los pozos de basura coloniales, de valor arqueológico.
La casona tiene fama de haber sido residencia de Rivadavia, aunque la documentación no es concluyente. Sí se sabe que en su terreno doble ancho de 32 varas se comenzó a levantar en 1792 la residencia y depósitos de los Telechea, una de las grandes fortunas de una época en que había pocos ricos por aquí. Típico de esos tiempos, la casona es hispanizante, tiene un primer piso solo sobre la calle, está coronada por un mirador y seguía tierra adentro en una fila de habitaciones que daban a dos patios y un fondo medio ruralón. Paralelo a la vivienda estaba la entrada para los carros de mercadería y el depósito.
La casa tuvo su momento de gloria en la Segunda Invasión Inglesa, cuando fue un puesto de artillería liviana en el ataque criollo a la iglesia de Santo Domingo, donde se habían atrincherado los highlanders. Los agujeros que todavía se ven en una torre del templo fueron hechos por los cañoncitos que disparaban desde su terraza y su patio. Curiosamente, un inventario de la propiedad hecho muchos años después demuestra que los cañoncitos quedaron en la casa.
La casona tuvo muchos usos y fue desguazada en partes, como tantas de sus contemporáneas, para peluquería, talleres, pequeñas fábricas y conventillo. Milagrosamente no fue demolida hasta que en 1993 se creó el garaje, que transformó casi toda la casa en un piso asfaltado cubierto por un parabólico. Apenas dos ambientes del primer piso y uno de la planta baja quedaron en pie, cerrados y con sus aperturas tapiadas casi en su totalidad.
Este año comenzaron las obras, a cargo de los arquitectos Daniel Fernández, Alejandra Lizaso, Alejandro Ruiz Luque y Jorge Tomasi, y del doctor Felipe Monk, que de materiales de época sabe como nadie. Después de retirar veinte volquetes de basura y agregados comenzó la obra de rescate. La tarea no era fácil. Para dar un ejemplo, el mirador estaba partido y a punto de derrumbe por un árbol que crecía dentro de su muro, con una linda copa verde y un tronco ancho como un brazo ancho y de dos metros de largo.
Hubo, no sorprende, consolidaciones urgentes, refuerzos y trabajos de urgencia para evitar que la casona empezara a caerse a pedazos. El que la visita hoy verá una terraza impecable, con un mirador que conserva una puerta viejísima con todo y su cerradura original, y que recuperó una moldura imponente que había desaparecido. A esa terraza se accede por lo que fue el cubo original de escaleras, parte de las cuales fue rescatada,y en el que se pueden ver, por el retiro de agregados, estructuras originales. Es un festín de paredones que se tienen solos, arcos de ladrillería y hasta un rincón donde se encontró una verdadera rareza, una parte de revoque original, de bosta y cal, que ahora será protegido por un vidrio. Lo más asombroso es la misma escalera, que no tiene derecho a existir: los arquitectos todavía se preguntan cómo se sostiene, ya que estructuralmente es absurda. De hecho, muestra una seria grieta que se estabilizó sola hace más de un siglo.
Ahora hay tres ambientes que se pueden empezar a transitar en la casona de los Telechea. Uno del primer piso es una reconstrucción, ya que se había derrumbado y fue cuasi totalmente demolido en la transformación en garaje. El nivel de su piso está demasiado elevado y se habían tapiado sus aperturas a la calle, que fueron rescatadas y reconstruidas ahora después de los cateos. El otro ambiente, en cambio, es un tesoro que conserva hasta su piso de timbó de 1792, una serie de grandes placas de madera de un ancho demencial que están siendo limpiadas y aceitadas con paciencia para recobrarles el brillo. El cielo raso de esta habitación exhibe sus tirantes originales, viejos de dos siglos, con alfajías nuevas, refuerzos de metal en los puntales y su sencilla ladrillería original. Cada uno de estos ladrillos fue retirado, lavado, limpiado a mano y vuelto a colocar en su lugar. Como el ambiente “intacto” tenía dos capas de ladrillos, una se usó para retechar el otro ambiente, cuyo techo desapareció. Ambos sectores recibieron un hormigón muy liviano como protección.
Abajo está el ambiente que fue peluquería. Tenía un pavimento de cerámicos baratos que, al ser retirado, dejó a la vista un bonito conjunto de hidráulicos de principios del siglo XX. Por abajo es que apareció la sorpresa: el piso original de fines del XVIII, de ladrillos planos cuadrados y literalmente único en esta ciudad.
En este año y pico de obras, uno de los ejes del trabajo fue una paciencia verdaderamente china. Defensa 360 está siendo en buena medida restaurada, lo que implica cosas poco comunes como el uso de aceite de lino para revitalizar maderas añejas o la consulta de obras como la de Vicente Nadal Mora para saber cómo eran las molduras perdidas. Los dos artesanos a cargo del trabajo, Gustavo Vera y Sergio Lemos, terminaron contagiados por completo del espíritu de la cosa, visitando obras terminadas como la librería Wussman en la calle Venezuela y aprendiendo en detalle técnicas que implican, por ejemplo, el uso de pequeñas espátulas para hacer cateos. Vera y Lemos son los que empezaron el pequeño “museo” que reúne hierros de época, pequeños trozos de cerámica encontrados en los rellenos de los pisos y hasta el tronco de palán-palán que había derribado el mirador.
A nivel urbano, el porteño puede ver ahora una fachada colonial prácticamente recuperada, con sus sencillas y bien pensadas molduras intactas, sus ventanas-balcón donde estaban y su canónico color blanco a nuevo. El garaje sigue ahí, pero no hace falta ni hablar del potencial económico que tiene un caserón colonial original en esta época de turismo, por lo que ya se piensa en destinos más elaborados. Ojalá que incluyan la exploración de lo que está bajo el asfalto taimado: ¿qué tal un lugar que incluya túnel colonial y, quién sabe, un sótano de época?
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