Sábado, 27 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Sergio Kiernan
Hay funcionamientos de esta ciudad que parecen totalmente inmutables, inmunes al paso del tiempo, de los gobiernos, de las tecnologías. Una es el transporte público, tan inmóvil en su diseño que un porteño con máquina del tiempo que visitara la Buenos Aires de, digamos, 1945, sabría perfectamente qué bondi tomarse para ir de Plaza de Mayo –¿después de ver el 17 de octubre?– a Villa del Parque, Pompeya o Liniers. Este porteño a la Wells sólo tendría que preguntar el precio del boleto y a lo sumo pedir cambio, porque el recorrido será exactamente igual al contemporáneo, excepto alguna vuelta por cambio de mano.
Lo mismo ocurre con la negativa al cambio del negocio inmobiliario, atrasado como pocos, que todavía impone como natural la aberración de pagar propiedades en efectivo y en dólares a la vista. Esto de acarrear bolsos de dólares es un riesgo demencial que sólo los argentinos corren todavía, pese a los esfuerzos del gobierno nacional por blanquear la mayor operación económica que realiza la mayoría de las personas en sus vidas.
Curiosamente, la industria inmobiliaria es igualmente corta de miras, apocada y anticuada, aunque usa más los bancos y transferencias. A falta de planeamiento urbano, la industria se dedica a sortear regulaciones y a construir caóticamente una ciudad fea y saturada. Esto se debe al hambre de maximizar ganancias y a una concepción bastante infantil del negocio, donde por un lado todo vale y por el otro se piensa en chiquito, en aquí y ahora, en el más corto plazo posible.
El contraste puede apreciarse en comparación con un negocio inmobiliario nuevo del que están hablando todos, bien y mal, en la ciudad de Nueva York. La comparación es válida, pese al abismo que separa las economías y los valores inmobiliarios de cada ciudad, porque ambas comparten la falta de viviendas y la piratería del ladrillo que busca rentabilidad máxima. El estilo tradicional de vivir en Nueva York es mayoritariamente alquilando y muy minoritariamente siendo dueño, lo que demuestra que más allá de la imposibilidad de comprar hay un amplio sector que prefiere alquilar y usar su dinero para otras cosas. Con lo que la industria inmobiliaria tiene muchos actores que son dueños de un edificio o más y conforman empresas dedicadas a alquilarlos. Grandes y chicos, en barrios top o en lupanares decadentes, estos empresarios son los verdaderos dueños de la ciudad.
Cityshares es una empresa fundada por Seth Weissman, un veterano del cruce entre negocio inmobiliario y finanzas que dirigió la división real estate de Goldman Sachs y ahora conduce su propio fondo de inversión. Lo que se le ocurrió a Weissman es una vuelta de tuerca de la comoditización de ciertos negocios inmobiliarios ya existentes en Estados Unidos, una que puede tener consecuencias urbanas muy importantes.
En el mercado norteamericano se puede invertir en negocios inmobiliarios como si se compraran acciones. El cliente compra “partes” de edificios en construcción o ya terminados, que se alquilan o se venderán, de cualquier tipo o tamaño. Un buen portafolio de este tipo de inversiones podría incluir un hotel, una torre de oficinas, varias unidades en edificios de departamentos y terrenos. Dependiendo de lo que uno quiera o pueda invertir, el “share” de estas propiedades puede ser alto o ínfimo, pero lo que todos tienen en común es que es el fondo el que decide dónde y qué comprar, con lo que el inversionista termina teniendo fetas de propiedades en estados remotos y ciudades que sólo conoce del mapa.
La variante Weissman es superlocalizar el negocio, invirtiendo en lugares que uno conoce y en propiedades que puede ir a ver. Cityshares acaba de lanzar un programa de inversiones en la zona de Bedford-Stuyvesant en Brooklyn y prepara otra para Harlem Este. Lo que el fondo vende como “una vía para que el inversor exprese su optimismo urbano”, para otros es una manera de revalorizar barrios deprimidos, echar a la población actual y ganar dinero gentrificando, la fea palabrita que define este proceso de reemplazo. Quien quiere invertir tiene que tener por lo menos cien mil dólares disponibles y estar dispuesto a demostrar que esto es no más que una décima parte de lo que uno tiene, sin contar la casa propia. Esto es, hay que tener cierta espalda para entrar en el tema.
¿Cuál es la cuenta? Cityshares compra esos edificios pequeños que son la trama de Nueva York, esos de ladrillo con ventanas pequeñas y escaleras de incendio, de tres o cuatro pisos y uno o más locales en la planta baja. Un edificio así en una zona pobre como Bed-Stuy –así le dicen al barrio– cuesta alrededor de tres millones de dólares, con lo que comprar un departamento cuesta como mínimo medio millón y significa comerse todo el riesgo solo. Poner cien mil dólares muta estos ser en parte dueño de un edificio, a tener acciones equivalentes al 3,3 por ciento del negocio.
La oferta de Cityshares es que, alquilado el edificio entero y descontando los gastos –impuestos, administración, mantenimiento fuera de las expensas, etc.– la ganancia sea de un seis por ciento anual a liquidar cada tres meses. Pasado un tiempo de bloqueo, la participación en un edificio puede ser vendida como un instrumento transable. La compañía también puede vender un edificio entero, pagar la deuda que tenga –hipotecas o impuestos– y devolver el capital más la ganancia.
Todo esto es fruto de la existencia de un mercado de capitales estable y maduro en Estados Unidos, donde todos están perfectamente acostumbrados a ahorrar comprando acciones, bonos o participaciones en negocios. En Argentina, nada de esto existe más allá del fideicomiso para construir a nuevo, negocio que siempre tiene los mismos tres argumentos ramplones: el edificio es nuevo, tiene buena ubicación y es una manera de financiar la vivienda propia si no se puede comprar directo. Nadie pensó nunca en aplicar esta tecnología financiera al reciclado y reutilización, sea para alquilar o para vender.
Los críticos, paradójicamente, demuestran la potencia del instrumento al advertir que Cityshares y los que lo imiten pueden simplemente transformar el barrio en otro enclave de clase media sofisticada. Es lo que fue pasando, más espontáneamente y a la porteña, con zonas de Brooklyn como las Heights, procesos que se llevaron por delante el viejo comercio atorrante, el pobrerío que vivía ahí desde siempre, el carácter y el delito, para dejar un blanco, bohemio y lleno de Volvos.
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