CONVIVIR CON VIRUS
Convivir con virus
Por Marta Dillon
No puedo imaginar qué es lo que está cantando. La música me llega como desde un parlante reventado por un volumen imposible, deformada, me sobresalta mientras me derrito lentamente en medio de una fila larguísima de autos detenidos. Una mañana de aquellas en la que tuve que salir en el auto porque tengo un resto de combustible y no monedas para el colectivo. Vaya paradoja, pienso cuando tengo que decir por décima vez que no, que no tengo monedas a los chicos que me piden en 9 de Julio y la autopista, que no, que no tengo monedas al viejo de Independencia y al bombero voluntario de San Telmo. Hace calor, mucho calor, pero él no parece darse cuenta. ¿No será obsceno ese sol de peluche gigante que cuelga del espejo retrovisor de la ambulancia funebrera? Maneja –lo intenta, hace rato que estamos detenidos por no sé qué manifestación– con la mano derecha y lleva en la izquierda un ramo de rosas. Y canta a los cuatro vientos algo que podría ser el tema lento de un disco de Metálica, está tan entusiasmado que el ramo le sirve de micrófono, ni siquiera se da cuenta que lo miran, salta en el asiento, está feliz por alguna razón que desconozco pero que envidio. ¿Qué es lo que le gusta tanto de su ambulancia? ¿Se le borrará la sonrisa insoportable cuando tenga que subir o bajar el fiambre? Ese hombre sólo puede estar enamorado. Ninguna otra cosa podría justificar esa impunidad para la alegría, que de pronto, no sé por qué, me contagia, me dan ganas de cantar, de bajarme del auto en plena calle y subirme a su ambulancia, que me cuente por qué está tan feliz, si a mí me encantan las historias de amor. Es una buena postal, de esas que dan ganas de pegar en la heladera. Como la que vi el domingo, en Parque Centenario. Ahí estaba yo en ese aquelarre de pancitos rellenos, chorizos humeantes, mermeladas caseras, empanadas y tartas de todo tipo, en ese gran mercado de artesanías comestibles en que se transformó la asamblea interbarrial. Estaba lamentándome, debo confesarlo, porque sentía que otra vez estábamos perdiendo el habla, que las palabras que las asambleas querían pronunciar estaban siendo reemplazadas por las de siempre, por las de quienes ya saben lo que quieren decir porque tienen el discurso aprendido de memoria. Y sin embargo, en medio de todo eso, la gente que ejercita su paciencia y espera su turno y se lleva su silla porque sabe que da para largo y no quiere perder su espacio. Y aun más en el medio, en el micrófono ya, pasando su informe con la urgencia de los dos minutos autorizados para cada asamblea barrial, él, otro él, se distrae, aprovecha, es el momento. Renata ¿estás ahí? Necesito hablar con vos, si estás en algún lado del parque te espero al lado del monumento, dijo como si en eso se le fuera la vida. Al murmullo de las risas siguieron los aplausos, las invocaciones a Renata y un alivio general que acortó todas las distancias.