Domingo, 13 de septiembre de 2015 | Hoy
FAN › UN MúSICO ELIGE SU TEMA FAVORITO. NICOLáS MOGUILEVSKY Y “PERDIDO” DE DUKE ELLINGTON, POR ENRIQUE VILLEGAS, PAUL GONSALVES Y WILLIE COOK.
Por Nicolás Moguilevsky
Había una radio que escuchaba cuando era chico. Era una radio donde solamente pasaban jazz. En esa época era muy hermoso quedarme toda la noche leyendo y escuchando canciones tan nuevas para un oído que, como el mío, estaba perdido, pero predispuesto a sentir los temblores de aquella música bestialmente apasionante. Muchas de esas veces me quedaba mirando los edificios que me brindaba la visión de un piso nueve y así, entre la inquietud y la excitación del sonido, pensaba en todo lo que todavía no había podido concretar, ni en nada de lo que podía llegar a hacer en el futuro. Había tantas resonancias en mi cabeza que muchas veces necesitaba apagar la radio y salir a dar una vuelta, para que la noche me entregara las imágenes de esas vibraciones que me habían alcanzado.
A las cinco y media de la mañana terminaba ese pequeño conjuro que era la narcótica trasnoche musical cuando, sin solución de continuidad, comenzaba una liturgia de media hora donde una grabación perfectamente coordinada y española, concentraba el mantra del padre Boris, un verdadero padre nuestro repitiendo el sermón durante exactamente treinta minutos. Un grupo de devotas mujeres, amas de casa de Madrid, le contestaban maquinalmente. Yo sabía que esa era la campana de una devastación personal que volvía a presentarse una y otra vez. El sol saliendo, el movimiento de la calle que comenzaba, la falta de acción de un adolescente que comienza...
En ese momento comprar discos era algo muy normal y accesible, inclusive para alguien de once o doce años. Compraba muchas veces sin saber de quién eran las grabaciones, aunque siempre los sacaba de la batea de jazz. Me guiaba mucho por las tapas, creía que un disco era mejor o peor según el diseño que tuviera, algo que hoy sigo creyendo. Una vez me topé con uno cuya portada me animó especialmente: un cuadrado con nueve recuadros verdes donde tres figuras iban moviéndose de una imagen a otra. Esos tres tipos que no conocía: el Mono Villegas, Paul Gonsalves y Willie Cook. Yo, que intentaba ser un historietista, lo pensé en esos términos: una imagen cinética, una historia de variaciones mínimas, la noche reflejada en los colores, el humo, la energía, la mirada de un perturbado amigable. Sentí que ahí había algo que necesariamente tenía que ver conmigo. Y yo, que me sentía perdido, había llegado a un objeto que se llamaba Encuentro.
Empecé a escuchar y justamente me perdí. El primer tema, ese clásico de Duke Ellington, en una versión de casi diez minutos, con las locas intervenciones del Mono, casi dignas del pianista estable de un psiquiátrico, eran revelaciones, una tras otra. Un canto a la noche, a la espontaneidad. Grabado en una sola toma, el 15 de septiembre de 1968 en los estudios Ion, una noche de domingo, al día siguiente de una actuación de Duke Ellington en el teatro Gran Rex (tanto Gonsalves como Willie Cook eran parte de su banda), el reflejo de esa música es el de algo que termina y empieza al mismo tiempo. “Perdido”, porque cuando se comienza, se comienza. Y en ese comenzar, en un efecto de oscilación en el poder encontrarse con algo nuevo, distinto, es un viaje que se aplica a las formas de una ensoñación. También hay otras canciones, hermosas, luminosas y consecuentes con el resto del álbum, como el Medley de los temas “Gone with the Wind”, “Tenderly” y “Ramona”. Siempre fue para mí un continuo infinito, encadenar y encadenarme al sonido.
Siempre sentí que la música es más una forma del biorritmo que una posibilidad de la expresión. Por cada minuto de música que se pueda tocar, hay horas de ella sonando en el cerebro, en los músculos. Por eso, tal vez el verdadero sabor del encuentro sea poder andar perdido en los callejones del cuerpo, escuchando las melodías que nunca dejan de sonar.
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