Domingo, 10 de enero de 2016 | Hoy
FAN › UNA ESCRITORA ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA. PAULA PEYSERé Y MARY POPPINS (1964) DE ROBERT STEVENSON.
Por Paula Peyseré
No releo mucho los libros ni veo las películas más de una o dos veces. Sin embargo, Mary Poppins (1964) debo haberla visto veinte veces seguro. La primera vez que la vi tenía 7 años. Inmediatamente me gustó y me sentí destinada a adorarla.
Nunca la vi sola. La veíamos con mi hermana Carla en bombachas. La recuerdo como una película de verano: era la época en que papá jugaba torneos de paddle los sábados y los domingos los pasábamos en Ranelagh comiendo, entre sifonazos.
Veíamos Mary Poppins en la casa diminuta de Murillo y Acevedo planta baja “B” donde vivíamos, al lado de una judía ortodoxa que los viernes le pedía a mamá que le prendiera la luz porque ella no podía tocarla; al lado de Juan y Angélica, los japoneses de la tintorería con los que hacíamos vereda; a metros de Natalia y José, los uruguayos de la esquina con los que veía tele a escondidas porque no tenían restricción moral. Ahí me metí un botón en el tabique nasal y me enteré de que Papá Noel no existía y sufrí mucho; nos parábamos con Carla en la cabecera de la cama hasta alcanzar el borde de la ventana como gatitos para mirar a mamá que cruzaba enfrente a hablar por teléfono a la cabina de Entel.
Ese departamentito pequeño, fresco y oscuro, era el escenario de la vida desde la que adorábamos a Mary Poppins: una mujer de trabajo precario y procedencia incierta que caía a la casa de unos millonarios que no sabían ser felices. Nosotras vivíamos el espacio acotado de nuestra vereda y nuestras ventanas mientras en la videocasetera nos educaba Mary, con encajes y peinado perfecto, desposeída y superpoderosa. Mágica y ortiba a la vez.
El imán de la película era ver a una mujer dominando, querer la casa zarpada de la familia Banks, querer esos trucos con los que subían de culo por la baranda de la escalera, tomaban jarabes de sabores locos, bailaban por las terrazas de la ciudad y un ataque de risa los hacía flotar hasta el techo.
Amándote no me lo dejaban ver (Arnaldo André golpeaba a sus mujeres). Invasión Extraterrestre no me lo dejaban ver (comían ratas, querían subyugar a la raza humana). Olmedo tampoco. Y Mary Poppins me daba algo de “eso” –¿qué era? ¿descontrol, juegos de poder?– a lo que tanto necesitaba acceder para fantasear con imágenes de futuro, y se re podía ver. Se podía ver mil veces. Rebobinábamos, sin fin, las tres partes preferidas: 1) cuando Mary saca de todo de su valijita (una altísima lámpara de pie), 2) cuando hacen un dibujo de tiza en el piso y se meten adentro (a la carrera de tiovivos) y 3) cuando van a visitar a tío Albert y terminan en el techo. Esta tercera nos embargaba.
Resulta que: Mary Poppins, los dos pibitos que cuida y su amigovio el deshollinador (Dick Van Dyke) van a visitar al tío Albert que tiene una especie de ataque o alergia que consiste en que se ríe (“sobre todo de sí mismo”) y, cuando empieza a reírse, no puede parar, así que termina pasado de rosca en el techo y Mary Poppins tiene que ir a bajarlo. Nadie debe reír porque eso empeora al tío. Pero cuando entran a su casa y lo ven girando como un trompo, el deshollinador y por supuesto los dos pibitos se re tientan de verlo; la única amarga que no se ríe es Mary Poppins, la institutriz (la institución).
El primero que se suma al techo con el tío es el deshollinador, que se eleva jocoso estirando los brazos, medio bailando, feliz de entregarse. Mary Poppins se hace mucha mala sangre y a pesar de que los tironea del pantalón para evitar que vuelen, terminan subiendo también los dos pibitos como aspirados por una especie de tubo de ovni (efecto especial precario). Mary sigue desde el piso mirando con desprecio a los endebles: perdieron el control y ahora giran por el aire.
No sé si era larga la escena, pero la educación física de la videocasetera hacía que yo me clavara con el dedo junto a los botones a rebobinar y ver y ver, y volver todo lo larga que quisiera la escena. Se reían a carcajadas y cuando comenzaban a ponerse un toque serios iban de a poco decayendo, volviendo al piso, qué triste, qué bajón, despacio… y otra vez jjajajjaja, devuelta se elevaban. En el techo daban vueltas de risa y nunca se golpeaban sino que nadaban a gusto.
Estoy segura de que esta escena configuró la estructura de muchos de mis sueños donde por cuestiones de inundación (se llena de agua la casa) o por cuestiones de atiborramiento (se llena de mesas y sillas la casa) me veo obligada a vivir a ras del techo. Es un estado de travesura y felicidad en medio de la catástrofe. Hago las cosas en el techo, como si no pudiera bajar, como si no se pudiera usar la casa normalmente y eso fuera ideal.
Entre fascinarnos con lo irracional y publicitarnos el orden, Mary Poppins nos mantuvo a tantas engañadas... A mí, por lo pronto, y creo que también a mi hermana, nos mantuvo confundidas (¡Qué hermoso es reírse en el techo! ¡Qué bueno es obedecer a un sargento como Mary!). ¿Era su magia el anzuelo y la obediencia infantil su presa? O, por el contrario, la experiencia de la obediencia permitía a los niños –a la humanidad– el ingreso a un orden superior y desconocido de realidades (las logias, las religiones, las artes marciales). No tengo realmente opinión formada. La convivencia de factores exóticos y contradictorios se cuece en todo espacio, en todo vínculo. Razones extrañas y en apariencia enemigas se dan la mano, para hipnotizar a los ejércitos del inconsciente y, así, despertarlos.
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