Domingo, 10 de enero de 2016 | Hoy
Por Juan Carlos Kreimer
Dura entre 4 y 10 minutos. Al despertar. Minutos de zozobra. No saber qué pasa, por dónde comenzar. Los pensamientos, pocos o muchos, no sé, se bloquean. Lo más parecido es estar sobre el escenario y haber olvidado el libreto. Las ideas no encuentran dónde linkearse, escapan. Como si hubiera algo mayor inconcluso, o por ocurrir, que no recuerdo con precisión o dejé pendiente, y ahora se me impone y yo con la mente hueca, sin poder hacer pie en nada. Hace años que me ocurre. Pero su reiteración no me lo volvió familiar. Cada mañana parece la primera vez. Y que será el último capítulo: se descubrirá el idiota que soy.
De 4 a 10 minutos en que no puedo hacer otra cosa que mirar hacia la cortina de la ventana. Como si en alguno de los rayos de luz que se filtran hubiera alguna pista. Instantes sin tiempo en los que me digo nada de esto es importante, podría seguir durmiendo un poco más, recién son, digamos, las 5 y media, 6 a lo sumo. Es raro: si no fuera tan temprano, digamos las 7, estaría más tranquilo. Igual me despertaría con la sensación de estar perdido, pero con cierta contención de normalidad horaria. De vida cotidiana en marcha.
Un absurdo, por donde se lo mire. Pero me visita.
Si acabo de volver de un viaje, de haber pasado una semana en Córdoba por ejemplo, totalmente desenchufado de mi acelere urbano, entregado a lo que vaya trayendo el día, sentado sobre una silla plegable en el medio del arroyo con el agua hasta la mitad de la malla, mirando durante horas pasar el agua, la vuelta a la realidad es una zozobra de por lo menos día y medio. El primero todavía estoy allá y lo único que me saca de ese pasado inmediato es, paradójicamente, contárselo a todo el que quiera escucharme. La mañana del día siguiente ya aflojó y la lista de tareas imprescindibles va tachando los pedazos del ausente.
Buena parte de la responsabilidad del desajuste –la des y la reconexión– pertenece al síndrome del wifi. Mi estrés proviene de una ansiedad de estar siempre online con lo que ocurre en mi mente. Permanecer en el arroyo, con la mente en blanco, me relaja, sí, pero me polariza: paso de muy ocupado a desenchufado. Cuando vuelvo a casa paso de esa plácida nada a agenda repleta. Salto de un extremo a otro. Dormido-máquina. Trabajo-vacaciones. Atento-borrado... Se me hace que el estrés está ahí, de vivir en los extremos. Ahí el blanco es igual al negro. La dejo servida para que cualquier atorrante interpretador de conductas ajenas diga la de cajón: descansá mientras estás en actividad, dejá que fluya un poco de movimiento en la nada, evitá los picos...
¡Como si fuera tan fácil ser un gris!
Por más que lo sé, lo escribí infinidad de veces, y que durante algunas temporadas lo practico más que en otras, hay un operador de mí que se resiste. Y les dice shhh a las partes que claman por una vida diaria más tranqui. El operador es el que que manda. Ellas obedecen.
En mi zozobra de hoy entreví una rebelión de mis partes sometidas. Venían en manifestación, como en el cuadro Huelga, de Antonio Berni. Venimos a romperte la realidad, proclamaban como los trabajadores que quieren empujarse hacia adelante del cuadro y romperte los ojos de la mirada ciega. El ensueño tenía la música de “Décadas”, de Poni Micharvegas. Se abrazaaaban hombres y mjeres... se decían adiós. El estribillo se repetía sin fin en sus gargantas con esa segunda fuerza que da el cansancio. Los obreros avanzaban dispuestos a terminar con el patrón: mi personaje patrón. También exultaban mucha alegría en sus rostros. Se habían reapropiado de la calle, se dejaban oír, despertaban de la dominación.
Me tengo vedado subir la compu al dormitorio. En otros devaneos mentales suelo manotearla, entremeterme en los mails o recorrer las autocelebraciones de amigos (de facebook), tan chupados como yo por ese deseo de abrir la puerta de sus trastiendas y hasta hago algún comentario mononeuronal. Las denuncias (políticas, medioambientales...) que algunos comparten con espíritu militante también me las tengo prohibidas para esa hora. Las reservo para más tarde, cuando ya estoy más armado y las puedo tolerar sin llenar el pozo de otra calidad de desazón.
Tener alguien al lado a esa hora hace y no me hace más fácil el trance. Si aún duerme, hago todo lo posible para que no advierta por dónde ando. Camino como en puntas de pie por mis pensamientos. Y tampoco sé con precisión lo que ocurre pero mi yo, que andaba no sé por dónde, empieza a reconocer los objetos del cuarto, los pensamientos que quedaron inconclusos la noche anterior. Este yo testigo empieza a reacomodarse entre mis otros yoes desconcertados. Advierto que no era para tanto. Si quien duerme a mi lado me pregunta Qué te pasa digo: Nada, otra vez la nube de vacío. Ah, si es solo eso no pasa nada, suelen responderme.
Mis nadas. Aparece una mirada, que no es hacia fuera ni hacia adentro, que perdió el miedo y empieza a boyar con ellas. Me dejo ir de un escenario a otro sin la menor lógica de continuidad, sin siquiera detenerme ante algunos que parecen interesantes, o preocupantes. Todo es paisaje...
Hasta que de repente, la nube se disipa y un grito mudo parece decirme ¡Bueno basta, a pagarse el día! y me hace salir de la cama.
Al vacío residual de hoy acabo de atraparlo en estas palabras. Al menos eso creo. Lo que todavía no logro descular es quién las escribió. Ya son las 8, el cielo está bastante despejado.
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