Domingo, 26 de febrero de 2006 | Hoy
FAN › UNA CINEASTA ELIGE UNA PELíCULA FAVORITA. CELINA MURGA Y SER Y TENER, DE NICOLAS PHILIBERT
Por Celina Murga
Ser y tener empieza ubicándonos en el ambiente: una fría y cruda madrugada de invierno de una aislada zona rural de Francia.
Un aula vacía. Excepto por una tortuga que atraviesa lento el plano. El viento sopla incesante arrastrando la nieve. Todo puede suceder. Nada está predeterminado.
Me gustan las películas donde puedo preguntarme ¿y ahora qué pasará?, sin hallar en la trama nada que determine una respuesta segura.
Pronto los chicos llegarán al aula. Es una “escuela de clase única”: un solo docente enseña al mismo tiempo a niños de distintas edades, en un mismo espacio físico.
Este documental me impactó por su extrema sensibilidad, por su belleza simple, cristalina. Se diferencia de muchos documentales que tienen un destino único de ser transmisores de una información cerrada. Ser y tener se plantea como un espacio abierto que propone al espectador el encuentro con los otros, en este caso ese grupo de chicos y su maestro.
Al principio el maestro parece ser demasiado rígido, pero detrás de ese trato áspero y riguroso se revela alguien justo y generoso, capaz de involucrarse con problemas que exceden lo académico. ¿Esta palabra está bien escrita?, pregunta. ¿Estás seguro? El maestro trata a los chicos con firmeza, pero a la vez con respeto y suavidad. Otorgándoles la posibilidad y la responsabilidad de cada una de sus pequeñas decisiones.
Una de las escenas que más me atrapó fue la que transcurre en la casa de uno de los chicos. Empieza con la madre y el hijo sentados a una mesa. La madre obliga a su hijo, bajo amenaza de golpes, a decir la tabla del cinco. La reacción inmediata que surge es juzgar a esa madre por ese maltrato. Pero no. Philibert no juzga, observa. Muestra a esos personajes con sensibilidad, no se pone por encima de ellos. Se relaciona con lo que filma con respeto, de igual a igual.
La escena avanza y vemos a toda la familia ayudando al chico. Se los ve involucrados y confundidos, intentando, entre todos, resolver los ejercicios de matemáticas. La situación se convierte así en una escena compleja, plena de empatía con los personajes y tierna complicidad.
Philibert muestra a los niños con justeza, sin la ternura forzada con la que el mundo de los chicos suele ser visto por los adultos. Los muestra en su ser y en su estar, con profundo respeto. Deja ver sus dudas y sus pequeñas hazañas, sus triunfos y temores cotidianos.
El esfuerzo de enseñar y aprender, la angustia de fracasar y volver a intentarlo, la relación de los niños con la autoridad y con sus pares. Al observar a esos chicos y sus pequeñas grandes hazañas cotidianas resulta inevitable pensar en el aprendizaje en un sentido amplio, como algo esencial e inherente a todo momento de la vida.
Hay otra escena donde el maestro les cuenta a los alumnos mayores que va a dejar de dar clases. Hay una tristeza que parece provenir de este hecho, pero la escena se va desenvolviendo y deja entrever que de lo que se está hablando es del crecimiento de todos. De la conciencia precoz pero inevitable de que el tiempo no se detiene y el pasaje hacia la adultez es inexorable. La charla termina y se instala un clima íntimo y silencioso de tristeza e incertidumbre. Lo maravilloso es que nada de esto está dicho con palabras, sino que se deja ver a través de esa maravillosa capacidad que posee el cine de revelar instantes únicos de realidad, como si la cámara fuera un microscopio que permite descubrir un gesto mínimo, una mirada reveladora.
A partir de esta escena va creciendo un tono melancólico, cada escena avanza hacia la despedida final. Llega el último día. El maestro queda parado en el marco de la puerta en uno de los pocos planos donde su emoción se trasluce a pesar de su intento por apagarla. Mira a los chicos irse. Se escucha el sonido de las voces de éstos alejándose hasta que el silencio se instala en un plano de una hermosa emocionalidad: justa, contenida, respetuosa. Como la mirada de Philibert.
Esta película plantea una idea sobre el cine que a mí me gusta mucho. El cine como posibilidad de acercarse a un mundo desconocido. Y ese mundo puede estar a la vuelta de casa. Mirar sin esperar nada. Entregarse a lo que se presenta. Observar, descubrir algo nuevo en cualquier situación, hasta la más cotidiana.
Porque lo nuevo no está en el objeto mirado, ni en la historia, sino en el ojo del que mira. Ese ojo que es, primero, el del director, y luego, el del espectador.
Ser y tener (Etre et avoir, 2002)
Dirigido por el francés Nicolas Philibert (Nancy, 1951), este documental, que pudo verse en los cines argentinos un par de años atrás, sigue las relaciones del maestro rural Georges Lopez con sus alumnos (cuyas edades van desde el preescolar hasta el secundario). Sin pretender pasar por una cámara invisible, pero intentando que todo siga su curso normal, registra la multiplicación de Lopez entre los distintos niveles de enseñanza que debe impartir en una sola clase común, y también se asoma brevemente a la vida de las familias de esa zona empobrecida. Philibert ya tenía en su haber varios trabajos documentales similares (En la tierra de los sordos, Animales, Cada pequeña cosa, Louvre City), pero ninguno había tenido la repercusión que tuvo Etre et avoir cuando se estrenó en Francia, convocando a más de un millón ochocientos mil espectadores. (Luego obtuvo el premio al mejor documental en los European Film Awards y varias nominaciones al César, el Oscar francés.) Quizá su suceso se haya debido a la empatía que su película consigue mediante su fluida narración, y en particular a la simpatía que suele despertar Jojo, uno de los niños, en todos los espectadores y en Philibert, quien también lo declaró su favorito sin pudor en una entrevista.
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