Domingo, 26 de febrero de 2006 | Hoy
CINE > LA HISTORIA DEL CAMELLO QUE LLORA, LLANTO ASEGURADO
Empujados por el recuerdo indeleble de un cortometraje educativo que uno de los dos vio durante su infancia, la mongola Byambasuren Davaa y el italiano Luigi Falorni partieron por el desierto en busca de uno de esos momentos incomprensibles y conmovedores de la naturaleza: el rechazo que sufre un camellito recién nacido por parte de su mamá camello... Y el empecinamiento con que él intenta ser querido... Y el antiguo rito musical mediante el que los pastores intentan reconciliar a madre e hijo... Material de largas disquisiciones críticas sobre los límites entre la ficción y el documental, lo cierto es que –se diga lo que se diga– para llorar, no falla.
Por Mariano Kairuz
La historia del camello que llora es en cierta manera el resultado de un proceso cruel. Natural, pero cruel. Sus directores, Byambasuren Davaa y Luigi Falorni, necesitaron que una de las hembras de la manada de camellos observada –en pleno desierto de Gobi, en el sur de Mongolia– diera a luz una cría y que efectivamente –como ya sabían que ocurría una vez cada tanto– la rechazara; de lo contrario, no hubieran conseguido la historia que habían salido a contar. Davaa y Falorni lo reconocieron en muchas entrevistas: que ellos tuvieran suerte con su proyecto implicaba la desgracia y el sufrimiento (sólo por tiempo limitado, pero sufrimiento al fin) de un joven camello. Porque, hasta cierto punto, el mecanismo que hace funcionar a La historia del camello que llora es, aunque con otros tiempos narrativos y quizás incluso con mayor sutileza, el mismo que rinde tanto en muchos documentales de las señales Animal Planet y National Geographic: la manipulación emocional. ¿Quién no va a apenarse por el joven camellito blanco que llega al mundo tras un parto sufrido y es repelido por Mamá Camello, que no sólo se rehúsa a amamantarlo sino que, además, lo ahuyenta cuando éste le sigue los pasos, obcecado?
La rara idea de filmar esta historia fue de Davaa, una estudiante de cine nacida hace 34 años en Mongolia. En su memoria ha quedado grabado, desde su niñez, un cortometraje educativo sobre un grupo de pastores que “reconciliaban” a un camellito con su madre mediante un antiguo ritual musical destinado a hacer llorar a la progenitora renegada. Davaa conoció a Falorni (un italiano de su misma edad) cuando ambos estudiaban en la Academia de Cine y Televisión de Munich, y juntos decidieron extender esta premisa, retratando también a la familia de pastores mongoles nómades, con la cual se instalaron en una carpa en medio del desierto a esperar el traumático nacimiento. Finalmente, la atención de la película terminó por dividirse entre la historia del animalito y la vida de la familia, con un resultado que sus directores han definido, por más que la película haya sido nominada al Oscar en la categoría de largometraje documental (el año pasado), como “documental narrativo”. Lo que implica que, si bien el centro argumental del relato y de su puesta en escena quedó a merced de los designios de la madre naturaleza (y de Mamá Camello), sí hubo un guión parecido al de una narración de ficción, y no se limitaron a registrar discretamente a los integrantes de la familia sino que se les pidió que “recrearan” momentos de cotidianidad que a veces las cámaras de Davaa y Falorni no llegaban a captar en el momento en que ocurrían. Por supuesto que el procedimiento no es nuevo, y la referencia más ilustre, que han citado infinidad de veces tanto los realizadores como cuanto crítico haya reseñado la película, es Nanook, el esquimal, el film pionero de Robert Flaherty, que en 1922 narró los trabajos y los días de una tribu Inuit a lo largo de un año, y que está considerado como uno de los primeros largometrajes antropológicos de la historia. Se sabe que Flaherty no le hacía asco a la puesta en escena, cuando ésta servía al relato de un mundo que la otra parte del mundo, la que iba al cine, desconocía casi por completo. Ochenta años después, la indefinición de los límites entre el documental y la ficción conforma uno de los ejes fundamentales de la programación de tantos festivales internacionales de cine.
En su reseña de esta película, el crítico de cine de la revista online The Onion, Noel Murray, señala el efecto que genera esta intermitencia entre la ficción y la realidad, tratando de dilucidar la clave de su funcionamiento, ya que ha sido tan bien recibida por donde fuera que se la mostraba: “No es tan importante si La historia del camello que llora es más ficción que etnografía objetiva. En todo caso, el contraste entre lo que es real y lo que pudo haber sido fingido aporta a la tensión entre el mundo natural y la modernidad invasora”. Nada casualmente, los realizadores terminan asignándole un espacio importante al deseo expreso de uno de los hijos de la familia por tener un televisor (que les costaría el equivalente a “unas treinta ovejas”, más el precio de hacer llegar la electricidad hasta donde se encuentren instalados). Casi como si no hubieran podido evitarlo, terminan por convertir en uno de los centros del relato el éxodo de las nuevas generaciones hacia las ciudades, el abandono del estilo de vida de los protagonistas de la historia que han decidido contar a partir de la anécdota del camello.
Pero, en última instancia, sigue siendo más interesante el costado “Animal Planet” de todo el asunto, por mucha “distancia” documental con que hayan decidido mostrarlo. El valor emocional de las escenas en que los pastores agotan los intentos por conseguir que la madre se haga cargo de su hijo –prácticamente “enchufándoselo”, mientras la mantienen quieta con las patas atadas– antes de salir en busca del músico capaz de unirlos mediante lo que parece casi un acto de encantamiento. Y ver al camellito no reconocido seguir a su madre desamorada a una distancia prudencial a través de la enormidad de árido paisaje, sabiendo, como bien lo ha percibido uno de los niños de la familia (a pesar de que sus mayores intentan ocultarle tan dura realidad, como si supiera que así son las leyes de la naturaleza), que si todo fracasa el animal podría morirse; en esos momentos reside toda la fuerza del relato, su innegable capacidad para romper el corazón del más curtido de los espectadores de la televisión por cable.
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