Domingo, 20 de mayo de 2007 | Hoy
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Un pintor elige su pintura favorita: Oscar Smoje y La dama del armiño, de Leonardo Da Vinci
Por Oscar Smoje
Siempre hay una obra favorita, pero esa obra también puede ir cambiando. Por eso, puedo hablar de distintas impresiones con distintas obras en distintos momentos de mi vida. Quizá la más fuerte fue en un viaje por Europa en el año ‘67. Yo estaba recorriendo en auto desde España hasta Berlín, después Polonia, Praga, y todo eso. Saliendo de Varsovia, llegué a Cracovia, sin dominar el idioma, y allí encontré un museo que no tenía la menor idea de que iba a estar en mi paso. Aproveché para cargar nafta en una estación de servicio y entré. Todavía estaba la Cortina de Hierro; los permisos de viaje tenían que cumplirse estrictamente y yo tenía que llegar a Praga a cierta hora del día. Eran las 10 de la mañana más o menos, y yo me encontré frente a este museo chico, y una vez adentro, frente a una obra que tenía adelante unos sillones de cuero, en los que me quedé sentado, mirando absorto el cuadro muchísimo tiempo. No había ningún guardia cerca, con lo cual me levantaba, miraba, me acercaba; hasta llegué a tocar esa pintura. En un momento determinado aparece un cuidador que me dice: “Señor, estamos por cerrar”. Eran las cinco de la tarde, y me di cuenta de que había estado casi siete horas frente a La dama del armiño, de Leonardo Da Vinci. No podía creer que habiendo estado en el Louvre viendo la Gioconda, habiendo estado en El Prado viendo los Velázquez, los Hieronymus Bosch, habiéndome mudado a una pensión frente a El Prado para poder ir a desayunar a la mañana y quedarme todo el día viendo pinturas, algo todavía me pudiera causar tanto impacto. Algo así me pasó también cuando en Nueva York me encontré con Las señoritas de Avignon de Picasso: venía caminando distraído y desemboqué en una sala donde me la encontré de golpe, y fue como una trompada de Mike Tyson en el estómago. Me tuve que sentar en un sillón y quedarme viéndola, porque creo que es uno de los inicios del arte contemporáneo en serio.
Lo que tuvo de especial ese encuentro con La dama del armiño fue esa relación personal que se establece cuando uno ve una obra y se produce una especie de diálogo: sé que tuvo que ver la privacidad que tuve para verla; sé que me sumergí en ella, que me metí, me zambullí en esa pintura e hice un viaje maravilloso; no sé si lo visité a Leonardo en el taller pero fue un flash tremendo que me hizo viajar por distintos lugares del planeta. Cuando levantaba la mirada descubría la cosa minuciosa de cómo está pintado pelito por pelito el armiño blanco que es el bicho que está vivo, que tiene esta mujer con una tirita sobre la frente con un dije, o algo así. En ese momento entendía también que el cuadro era para mí solo; era fundamentalmente eso, esa sensación de que el cuadro me pertenecía. En todo ese tiempo no pasó persona alguna, no hubo nadie que me hiciera una tapada fugaz siquiera: fue mío. Recién cuando me levanté descubrí quién era el autor. Lo cual lo hizo un diálogo mucho más íntimo: haber gozado de algo que en la cabezota me daba vueltas como una obra que yo tenía vista en reproducciones, pero que no me importó saber de quién era; sólo me importó cuando me iba, cuando la dejaba. Es una relación muy linda, y fugaz. Tengo reproducciones, la tengo en mi taller en libros de Leonardo, pero no es lo mismo. Porque es esa cosa que ocurre en un momento determinado, y tiene que ver con el estado en que está cada uno. En aquel entonces fue una cuestión absolutamente fortuita; fue un acto del azar que me guió y me hizo encontrarme con esta obra.
Yo creo mucho en este tipo de historias, porque de esa misma manera me encontré con el Picasso, y con algún Bosch. O ese factor de sorpresa de dar vuelta una obra en un taller de un amigo, como me pasó con Berni, cuando la estaba haciendo, que me quitaba el aliento. Son instantes. Cada uno tiene su instante, su relación personal con una pintura, y por eso no hay dos personas que tengan la misma reacción ante la misma obra.
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