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Domingo, 11 de noviembre de 2007

FAN › UNA PINTORA ELIGE SU OBRA FAVORITA: CAROLINA ANTONIADIS Y LA BALSA DE LA MEDUSA, DE GéRICAULT

Pasajeros de tercera clase

 Por Carolina Antoniadis

La balsa de la Medusa
Théodore Géricault, 1819
Oleo sobre tela. 491 x 716 cm.
Museo del Louvre

Hijo de una familia acomodada de Ruán, Jean-Louis André Théodore Géricault (1791 - París, 1824) exhibió desde su primera gran obra, Oficial de cazadores a la carga (mostrada en el Salón de París, 1812), su interés en la representación de temas contemporáneos. Incluso se lo estudia como un ejemplo pionero de cierta forma de periodismo gráfico. Durante unos años desvió su atención hacia la producción de unos cuantos pequeños estudios de caballos y caballeros, pero eventualmente desarrolló el estilo pictórico narrativo por el que se lo conoce, con una gran capacidad para mostrar la desesperación y el sufrimiento humanos. Entre 1821 y 1824 realizó una serie de pinturas de locos, para las que usó como modelos a los internos del asilo del psiquiatra Jean-Etienne Esquirol. En sus últimos años de vida casi no pintó obras de gran tamaño, afectado por alguna enfermedad muy dolorosa, que se cree que fue un cáncer de huesos.

En cuanto a la composición de La balsa de la Medusa, se destaca la disposición de los elementos secundarios: la pequeña balsa atestada de gente se encuadra entre inmensas olas, forzando al espectador a buscar el barco que los náufragos creen haber divisado: de esta manera la esperanza de salvación se muestra incierta y lejana. Para enfatizar aún más la crudeza de la situación y la sensación de abandono a las fuerzas de la naturaleza de los náufragos, Géricault representa además, en la rudimentaria vela, la dirección del viento, que sopla en contra de la balsa, alejándolos del barco al que le hacen señales. A pesar del escandaloso recibimiento que tuvo inicialmente la obra en la exposición de 1819, terminaría siendo la más representativa de su autor, y uno de los lienzos más famosos del romanticismo pictórico.

El caso real de la Medusa fue llevado al cine por un director iraní en una producción francesa titulada Le radeau de la Méduse (1998), y fue narrado también en el libro Una historia del mundo en 10 capítulos y medio (1996), de Julian Barnes, que incluye entre sus temas recurrentes el de navíos (El Arca de Noé, por ejemplo) y naufragios.

En un principio intenté pensar en una imagen favorita contemporánea, que por supuesto tengo. Pero no dejaba de volver a esta pintura, porque la verdad es que siempre me impactó mucho, y ha estado presente a lo largo de mi vida. La primera vez que la vi fue en una clase de historia de arte, y me dejó impresionada. Me impactó por varios aspectos: por un lado, el hecho histórico, que es verídico; pero también por la magnitud de la obra —es una pintura de cuatro metros por siete—, y por la manera en que está pintada, con una calidad increíble. No tiene nada que ver con lo que yo pinto, ni con mi desarrollo estético: mi trabajo siempre estuvo más vinculado con Matisse o Klimt, como referentes históricos. Pero si realmente hay algo que me ha conmovido y movilizado en mi vida es esta obra. Cuando tuve oportunidad de viajar y fui al Louvre, que es un laberinto de imágenes en el que uno siempre se pierde, me dije: “No puedo verlo todo, ¿qué voy a ver primero?”. Y decidí ir en busca de La balsa de la Medusa, y me volvió a impresionar y mucho más, ya que era de un tamaño descomunal. De hecho fue toda una sorpresa, porque uno estudia la historia del arte por reproducciones, y verla ahí en ese tamaño...

La historia que cuenta es la del naufragio de un barco francés frente a las costas africanas. La nave chocó contra un arrecife y quedó encallada, con 300 personas, pero sus botes salvavidas sólo podían llevar a 150. Como el hundimiento era lento, pudieron planificar el salvataje en una balsa, que debía ser remolcada por los otros botes. A partir de ahí hay distintas versiones: una de ellas cuenta que por una cuestión de supervivencia —temiendo que los víveres no alcanzarían para todos— cortaron las amarras y la balsa quedó a la deriva. Se desataron motines, hubo muertes y terminaron devorándose unos a otros. Una historia espantosa, y no puedo dejar de pensar en que se trata de un hecho verdadero.

Géricault, el autor de esta obra, formaba parte del romanticismo francés, pero lo cierto es que el romanticismo francés “oficial” estaba representado por Delacroix, que era el pintor “heroico”. El de Géricault era un perfil más exagerado, excéntrico; y esta pintura daba cuenta de un hecho político, dejando no muy bien representadas a las autoridades. Los que se habían quedado en la balsa eran los marineros, mientras que la oficialidad aristocrática se había ido en los botes salvavidas, abandonándolos. La pintura de esta escena horrorosa funcionaba entonces como una crítica bastante dura contra el gobierno; y no fue bien vista a nivel oficial en su momento. Otro dato impresionante acerca de esta pintura está relacionado con la historia de excentricidad de Géricault, que consiguió cadáveres de cementerios y de ejecuciones y convivió con ellos durante semanas en su taller para poder pintarlos, usándolos de modelos. ¡Otra cosa inimaginable para mí!

Lo cierto es que esta pintura pertenece a toda una parte del arte que me fascina, que tiene que ver con este límite entre la locura, lo horroroso y lo catártico. El relato de canibalismo —así como me acuerdo de cuando era chica y supe de esa otra historia, la del avión que cayó en los Andes y de los sobrevivientes que comieron carne humana— siempre me resultó especialmente inquietante. En una Bienal en San Pablo en la que estuve hace unos años, donde el tema eran la antropofagia y canibalismo, creo yo que como no pudieron traer este cuadro que representaba perfectamente el tema de la Bienal, trajeron otro cuadro muy chico de Géricault, de 40 cm x 30 cm, con una cabeza decapitada, que yo utilizo como ejemplo en las clases, porque a pesar de su tamaño pequeño me impactó tanto como una megainstalación.

Estoy convencida de que todos estos relatos de horror se quedan conmigo por algo; por lo mismo por lo que me producen rechazo. Como si esos cuadros fueran una proyección perfecta de todos mis miedos.

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