Domingo, 11 de noviembre de 2007 | Hoy
PáGINA 3
Por Garry Kasparov
Yo solo preveo un movimiento, pero siempre es el correcto.
Jose Raul Capablanca, tercer campeon del mundo de ajedrez
Quizá la pregunta que me han hecho más a menudo durante todos estos años sea: “¿Cuántos movimientos es capaz de prever?”. Es a la vez una pregunta profunda y propia de un ignorante, que se refiere al núcleo del ajedrez, e imposible de responder al mismo tiempo. Es como preguntarle a un pintor cuántas pinceladas da en un cuadro, como si eso tuviera algo que ver con la calidad del mismo.
Como con muchas preguntas de ese tipo, la respuesta honesta es “eso depende”, pero ello no ha impedido que la gente preguntara, ni que generaciones de ajedrecistas se inventaran jugosas respuestas. “Tantos como sean necesarios”, es una, o “Uno más que mi rival”. No hay una cifra concreta, ni un máximo o un mínimo. El cálculo en el ajedrez no se basa en uno más uno, sino más bien en descubrir un camino, un mapa que cambia constantemente ante nuestros ojos.
La primera razón de la imposibilidad de reducir el ajedrez a la aritmética radica simplemente en que hay que realizar una cantidad de cálculos enorme. Cada movimiento tiene cuatro o cinco respuestas posibles, más las cuatro respuestas correspondientes a cada movimiento, y así sucesivamente. La ramificación del abanico de las decisiones crece en progresión geométrica. Tan sólo cinco movimientos después de la posición inicial ya plantean millones de posiciones posibles. La cifra total de posiciones en una partida de ajedrez es más alta que los números de átomos del universo. Ciertamente, la mayoría de ellas no son posiciones realistas durante una partida, pero las inmensas variables del ajedrez podrían mantener ocupada a la humanidad durante varios siglos más.
Son como las predicciones de los meteorólogos: cuanto más alejadas en el tiempo, menos precisos serán los cálculos. Intervienen la incertidumbre y el azar, mientras el número de posibilidades crece de tal modo que es imposible controlarla. La ley de rendimientos decrecientes se pone en marcha en el momento en que hay que invertir más esfuerzo y tiempo para obtener unos resultados cada vez menos definidos.
A menudo oímos calificar ese tipo de error como un error de cálculo. Es mejor definirlo como un tipo de error específico, del que conocemos los elementos pero que nos lleva a una conclusión incorrecta. En el ajedrez, ambos jugadores conocen todos los elementos, si bien en la política eso sería a todas luces imposible. Es asombrosa la cantidad de errores políticos que se siguen cometiendo a partir de presunciones “obvias”.
A través de la guerra y la diplomacia, Otto von Bismarck creó el imperio alemán en la segunda mitad del siglo XIX. Tras unificar Alemania, consiguió aislar a Francia y dejar incomunicada a Rusia, mientras se aliaba con Italia y Austria. Estaba convencido de que Rusia y Francia jamás serían aliadas, porque un monarca absolutista como el zar de Rusia jamás se “quitaría el sombrero para escuchar La Marsellesa”, aquel himno nacional que había conducido a tantos reyes a la guillotina.
En 1894, cuatro años después de que el káiser Guillermo II reemplazara a Bismarck como canciller, los franceses firmaron una alianza militar con Rusia. Y cuando una flota de barcos franceses visitó Rusia, el zar no solamente escuchó La Marsellesa, sino que también se quitó el sombrero. Bismarck disponía de toda la información necesaria, pero llegó a una conclusión equivocada y subestimó la creciente necesidad que tenía la economía rusa de los créditos franceses. Sobre todo dio por sentado que el orgullo real superaría a las necesidades financieras: su error tuvo consecuencias que se prolongaron hasta la Primera Guerra Mundial. Bismarck era un gran estratega táctico, pero en ese caso no supo ver esas mismas cualidades en los demás. Se equivocó fatalmente al pensar que sus adversarios cometerían un error que en él era impensable.
Se podría pensar que un juego limitado a un tablero con sesenta y cuatro escaques podría dominarse fácilmente con la capacidad de cálculo de la tecnología informática actual. La refutación de esta hipótesis es la segunda clave para la toma de decisiones adecuadas: la capacidad de evaluar tanto los factores estáticos (permanentes) como los flexibles. El talento para el cálculo no es lo que diferencia a los campeones. El psicólogo holandés Adriaan de Groot realizó estudios que prueban que cuando los jugadores de elite resuelven problemas ajedrecísticos, de hecho no prevén más allá que otros jugadores menos brillantes. Pueden hacerlo, ocasionalmente, pero ni el talento para hacerlo, ni el hecho de hacerlo bastan para definir la superioridad en el ajedrez. Incluso un ordenador capaz de visionar millones de movimientos por segundo necesita un sistema para evaluar por qué uno es mejor que otro, y es en esa capacidad de evaluación donde los humanos destacan y donde los ordenadores flaquean. No importa hasta dónde podamos prever, si no comprendemos qué es lo que estamos buscando.
Estas líneas pertenecen a Cómo la vida imita al arte (Debate), las memorias y reflexiones de Garry Kasparov (1963), el campeón más joven de la historia del ajedrez, que desde su retiro en el 2005 se dedica a la política en su Rusia natal y milita fervientemente contra el gobierno de Putin.
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