Domingo, 18 de mayo de 2014 | Hoy
FAN › UNA ACTRIZ ELIGE UNA PELíCULA: CARLA CRESPO E HISTORIAS EXTRAORDINARIAS, DE MARIANO LLINáS
Por Carla Crespo
Elegí Historias extraordinarias (y no Laberinto, con el fantástico villano glam David Bowie, que me enamoró enloquecidamente a los 10 años) porque quise mantenerme fiel a mi primera intuición: algo así como el proceso que se pone en marcha en una sesión de psicoanálisis. Intentar ese tipo de asociación que solo en apariencia es libre, porque en realidad remite a las elecciones más personales.
Pude ver la película de Mariano Llinás en el recuperado cine-teatro de la avenida Triunvirato. Tuve esa suerte, digamos. Lo menciono porque el espacio real no fue un detalle menor y le dio un contexto majestuoso a la proyección cinematográfica.
¡Qué película grande, grandiosa! No puedo evitar los adjetivos más exagerados para tratar de describirla y recuperar algo de lo que me produjo. Un impacto, sin duda. Pero en un sentido literal: me estrellé contra ella, tratando de abarcarla, de acompañarla hasta el final. Llena de vericuetos, de subordinadas. Altanera, desbocada, desmesurada, antieconómica. Casi imposible como material para hacerse fan. Y justamente por eso, ideal. Al ser una película resistente a una mirada desatenta, porque es demasiado sinuosa, resbaladiza e inabarcable y, básicamente, imposible de recordar en alguna medida de totalidad, no me quedó otra opción que completarla con fragmentos parcialmente reconstruidos por mi propia subjetividad. Historias personales.
Me dio la oportunidad de conectar con mis preocupaciones más profundas, sin moverme de mi butaca, pero con una actividad interna, emocional e intelectual –que son a veces lo mismo– incesante. Y no porque me remitiera directamente a alguna vivencia personal o porque pronunciara las frases que nunca me atreví a decir en voz alta. La conexión fue a otro nivel: un burbujeo empático y sorpresivo... quise quedarme a vivir en ese estado. Pero también, debo confesarlo, me alegré cuando fui liberada, más de cuatro horas después. Salí de esa experiencia con la mirada renovada.
¿Qué creo recordar y nunca podré olvidar de esa película-acontecimiento?
El tiempo como un estado, como una cuestión del cuerpo. Un tiempo lleno de imágenes cinematográficas, de voces, de personajes, de literatura y de ideas, que progresivamente, a medida que la película avanzaba, se coagulaba en mí.
Los viajes. El camino de los héroes. El hecho mismo de la peripecia, no sus ramificaciones narrativas. El corazón de una road movie vernácula, no su apariencia anecdótica. Un recorrido por la Argentina, por elementos de “lo” argentino, pero también hacia lo otro, hacia lo desconocido, lo extranjero, lo sobrenatural.
La voz over, por encima de todo lo que se ve, por los costados, por los capilares. Una voz omnisciente, pero a la vez parcial, caprichosa, chorreada sobre las imágenes, completándolas, y también en contrapunto, contradiciéndolas. Esa voz me produjo algo así como una hipnosis consciente... Nunca obturó mi pensamiento (en el sentido de que no lo desactivó, dejándome desarmada frente a la pura identificación con lo que veía) y a la par me llevaba y me traía por un viaje alucinado.
Promediando la película, después de más de dos horas en las que solo se escuchan narradores masculinos, hace su entrada la voz de una mujer. Recuerdo sentirme muy abatida, no poder resistir la voz femenina. Pero no por una cuestión de género ni nada por el estilo, sino porque se trataba de otro relato subordinado más, del que la nueva voz era quizá su dispositivo principal. Sentí que mis capacidades como espectadora estaban siendo vulneradas. Registré un límite en la percepción. Quise abandonarla, simplemente levantarme de la butaca e irme. Claudicar. Pero no. No pude. Algo del amor ya estaba circulando en mí. Un salto de fe. Una apuesta.
La escena del león. ¡Un león! Temí mucho que no lo mostraran en cuadro... no estaba preparada para una desilusión de ese tipo. Pero no me defraudó. Todo podía pasar en esa película. Había lugar para el mundo entero. ¡Hasta para un viaje a Africa!
Creo que es una película para amar, también porque dividió las aguas; de esas que te hacen tomar partido. A mí al menos, no me dio opción a la cara de poker; me desfiguró. Me hizo latir el corazón y llorar (de nervios emocionales, pero también de hartazgo). Y doler mucho la cabeza y el estómago (también de hambre... tantas horas sentada). Atípica es poco.
Pude perdonarle muchas cosas también, porque es justamente una característica de las obras grandes, tener que sobrepasar una estructura prolija; estar más allá de esos compromisos burocráticos.
Tampoco le tomé rencor porque en Historias extraordinarias, la actuación es casi una cita. ¡Los actores principales no hablan! Son hablados por esa voz avasallante. Y aun siendo actriz, no me parece mal que así sea. Me gusta. Actuaciones hay muchas en el cine (y en la política y en la vida y en todas partes). Pero hipótesis diversas sobre la actuación faltan, o nunca serán suficientes, o es bueno que se renueven siempre. Es efecto del enamoramiento: tener el altruismo de hacer la vista gorda con las cosas que pueden llegar a perjudicarnos, pero que de todos modos consideramos valiosas o necesarias. El amor nos hace mejores, como esas películas fundamentales de nuestra vida.
Me da tranquilidad que esta película exista. Y que esté sola, también. No puede generar una camarilla. Su inspiración se irradia de múltiples maneras y sin embargo no genera copias. No puede imitarse. Sería demasiado trabajo para un resultado muy obvio. Cuando me siento un poco perdida, me acuerdo de que siempre tendremos Historias extraordinarias. Ya es un hecho, es parte de nosotros. De mí. Engrosó mi imaginario, extendió mis límites.
Como sostiene Morrissey en una canción (cita en versión libre): “No nos olvidemos de las películas que nos salvaron. Son ellas las únicas que estarán siempre a nuestro lado”. ¡Gloria y loor!
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