Domingo, 18 de mayo de 2014 | Hoy
ARTE Nació en Chile, creció en México y aprendió a pintar en Cuernavaca: Lupe Marín, que comparte nombre con la segunda esposa de Diego Rivera, supo en esa ciudad que sería artista plástica. Después de muchos años de vivir en Madrid, hoy afincada en Buenos Aires, muestra en Pulsión sus óleos y dibujos influidos tanto por el realismo mexicano como por Lucian Freud, con retratos que reflexionan sobre el cuerpo como universo y los otros como atracción.
Por Eugenia Viña
Había una vez una niña inquieta a la que le gustaba bailar. Los sábados era el día en que la música y mover el cuerpo hacían de la mañana un tiempo especial. Había también un patio. Cuando la niña salía de sus clases de danza en Cuernavaca con los músculos cansados y el espíritu alegre, cruzaba un patio, especie de puente mágico, hacia un galpón enorme y luminoso, en el que alrededor de un cuerpo desnudo, los alumnos de la escuela de Bellas Artes dibujaban.
Hay recuerdos. Baudelaire creía que el arte es el acto en que se sacrifica la percepción para imponer el acto estético de una memoria. Y la artista plástica Guadalupe Marín, que atesora esos momentos como joyas, parece darle la razón: “Entrar a ese galpón era despertar una curiosidad infinita –dice–. Buscaba en mi mochila un cuaderno y un lápiz e intentaba dibujar el modelo. Recuerdo la sensación, maravillada, de todo lo que tenía por aprender.”
La niña descubrió el placer de mirar y dibujar, al mismo tiempo que se encontró con sus limitaciones: “Al querer dibujar ese cuerpo desnudo yo sentía que mi mano fallaba, no podía copiar lo que veía. Le conté a papá que estaba fallada”. Y allí estaba el padre, que al escuchar las primeras frustraciones de la pequeña bailarina intentó tranquilizarla: “Me dijo que mientras más yo desarrollara el pensamiento, mi cuerpo iba a responder a esto y yo iba a dibujar lo que quisiera con más libertad. Lo explicó como un científico: él es sociólogo y las palabras que usaba eran precisas y muy claras para mí, como si me hubiera liberado de esa sensación de límite”.
A partir de ese momento, para Lupe Marín la dificultad se transformó en un desafío y el comienzo de un camino. “No era virtuosa, no tenía facilidades técnicas. Me formé, aprendí a hacer, estudié, leí. Nadie nace sabiendo nada. Me enseñaron todo lo que sé con práctica, con el cuerpo en acción.”
A la danza, el galpón y el padre, se le sumaba una escuela en la que la presencia del arte y la práctica iban ligados a los conceptos y abstracciones. Cuenta la artista: “Empecé muy chica con la escultura. Asistía a las llamadas Escuelas Activas –en México– donde lo que rige el contenido de las clases no es lo normativo, sino el aprendizaje con el trabajo, a través de lo lúdico, y donde el arte y lo manual eran esenciales. Nos enseñaban a construir, todo: desde un tren con madera hasta una vasija con arcilla. Si veíamos algo en la clase de matemática, había que pasar el concepto aprendido a algo concreto. Al mismo tiempo, era un lugar donde convivíamos niños de todas las clases sociales, y trabajábamos a la par con los señalados como problemáticos o con características especiales. Encima, era muy amiga del hijo del artista Vicente Gandía, y gracias a él tuve la posibilidad de conocer un taller y entrar en contacto en ese mundo.”
Ese es ahora –y desde siempre– su propio universo, en el que Marín desarrolla su obra en distintos formatos: escultura, pintura, dibujo, videos. Desde hace unos años, los retratos al óleo son una constante en su obra, donde el campo de batalla está mediado por los otros como presencia, por la mirada de los otros, y de ella misma –protagonista de varios cuadros– como otro. Curiosidades de la vida, ya que Lupe llegó al mundo cuando ya existía una Guadalupe Marín, nada más y nada menos que la segunda mujer del muralista Diego Rivera. Las huellas de ese galpón en Cuernavaca, donde la niña miraba mirar a otros artistas, y el cuerpo desnudo dibujado por ellos que se imponía como un territorio a descubrir, parecen seguir latentes.
Desde la exposición en la Galería Hugo Boss en Madrid en 2005, en sus pinturas de un expresionismo abstracto empezaron a aparecer fragmentos de rostros entre las pinceladas cargadas de óleo blancas, negras y grises que devinieron en retratos de cuerpo entero de una mujer-niña, blanca como la nieve, vestida de petróleo. De pronto, en esa serie, irrumpe algo del realismo mexicano, que empieza a hacerse presente en los retratos, género en que la artista sigue trabajando, más cercana ahora a la estética de raíces inglesas, a Francis Bacon, pero sobre todo a Lucian Freud, donde la presencia del otro se ofrece detallada en sus pliegues y brutal en su sinceridad: honesta en su figuración como el pintor inglés, que alguna vez dijo: “Pinto gente, no por lo que quisieran ser, sino por lo que son”.
En la Galería Elsi del Río, la artista expone retratos al óleo y dibujos con lápiz: los retratados se ofrecen como un mundo en sí mismos y se imponen con su presencia en medio de fondos lisos, plenos. Mujeres –a excepción de un retrato–, un hombre (¿el padre, aquel que le regaló las palabras justas un mediodía en el comedor de la casa en Cuernavaca mientras almorzaban y hoy posa como un héroe para ella?) que miran hacia otros lugares; la propia artista mirándose mientras espía hacia rincones remotos, rostros con complejidad, detalles en los gestos y fortaleza en los semblantes.
¿Quiénes son esos seres que la artista observa? Son otros, pero no cualquiera. Dice Marín: “Los otros que me convocan. Busco captar algo del otro, por eso me interesa todo el proceso. Descubrir qué me atrapa de esa persona, qué me produce algo en relación con el afecto y la atracción. El otro es una unidad, es un universo y yo me tengo que conmover con lo que estoy haciendo. Para mí hay una unidad entre lo que estoy mirando, lo que voy a retratar y yo. Y esa unión permite que el hecho suceda. Eso es para mí el retrato. Incluyéndome a mí misma. Busco que aquello que me produce el otro esté presente en la pintura, que no haya indiferencia. Que el relato mismo de la pintura muestre lo que desencadenó en mí”.
Pulsión, así nombra la artista a los trabajos reunidos en la muestra. El mismo concepto que le permitió al creador del psicoanálisis Sigmund Freud comprender la unidad entre el cuerpo y la mente, esa fuerza libidinal que hace de empuje, de energía, y que constituye el borde entre lo psíquico y lo físico. Desde allí crea Marín, dice. “Estoy interesada en la raíz de la pulsión. El momento en que la raíz se hace presente, la raíz desde donde nacen las cosas. La matriz, como en los animales.” Y es que allí están, enfrentados –o conviviendo– con las pinturas, los retratos de perros: “En ellos también percibo la pulsión. Es ese punto, la mirada y el gesto en el momento justo, preciso, antes de ladrar”.
Paul Auster escribió que aquello que nunca envejece es la mirada. Esas miradas vivas están en los retratos y en la pincelada que se percibe en la artista, pulsión hacia el otro –que deviene un mundo– y pulsión creadora. Hay un cuadro, sin embargo, que carece de mirada. Es una niña que cierra los ojos, inmersa en un remolino de azules verdosos, ráfaga de viento que por su consistencia se lee como agua. O lo uno, miradas intensas sin fondos, o lo otro, fondos con vida sin mirada. Tal vez los fondos de los retratos de Marín no sean planos. Tal vez sean propuestas de infinitos.
Galería Elsi del Río
Humboldt 1510
Hasta el 29 de mayo
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