Domingo, 2 de octubre de 2005 | Hoy
SALí
Lo nuevo de Tantanian inspirado en Dostoievski.
Por Carolina Prieto
“Más que narrar me interesó crear un estado emocional parecido al que me genera Dostoievski: un lugar melancólico, de pérdida pero también vital, vinculado a mis recuerdos de infancia, a los relatos de mi madre sobre su partida de Rusia”, dice Alejandro Tantanian sobre Los mansos, su última creación. Es un montaje construido a partir de materiales varios: la novela El idiota, datos biográficos del autor ruso, jirones de la historia del director y del elenco. Y logra ensamblarlo todo en una puesta con una gran carga poética, centrada en las relaciones atormentadas de Myshkin, Rogojin y Nastasia, los protagonistas del libro. El ambiente es frío, azulado: un nuevo espacio en el Camarín de las Musas al que se accede subiendo una escalera. Una vez dentro, los espectadores se sientan y enfrentan una suerte de cantera rectangular, una pileta vacía de la que los intérpretes entran y salen, enmarcada en un espacio aéreo que parece un cielo. Los trajes, la iluminación y la música transportan a un mundo onírico y áspero, apenas suavizado por instantes de humor y juego.
El trabajo actoral de Stella Gallazi y Luciano Suardi se impone por su fuerza emotiva, mientras que el muy joven Nahuel Pérez Biscayart es una verdadera sorpresa. Tiene un rostro enigmático y maneja tal paleta de estados que hasta puede convertirse en una rata y generar escalofríos. El es “el idiota”, el manso cuya bondad desata la tragedia.
Tantanian es alquímico: difumina las fronteras entre los muchos “yo” que aparecen en escena, al punto que por momentos no se sabe quién habla (¿los personajes, los actores, el mismo director en boca de un intérprete?). Así, se accede a una experiencia única, compartida, que se extiende en la muestra de fotos de la antesala y en el blog www.losmansos.blogspot.com
Los mansos está los sábados a las 23 y domingos a las 20.30 en la nueva sala del Camarín de las Musas (Mario Bravo 960).
Héctor Viel Temperley recuperado para el teatro.
Por C. P.
“Vi una pelota/ igual a todas/ que el viento se llevaba mar adentro/ Después de perseguirla/ una milla marina/ colores de planeta y Africa tiraban de la punta/ de mis dedos/ Y yo pensaba:/ Si te sigo muero.” Deportista, místico, bohemio, viajero, todo en dosis intensas, Héctor Viel Temperley escribió estos versos hacia fines de los ‘70. La aparición en el 2003 de sus obras completas revitalizó el interés por una de las figuras más atractivas y menos visitadas de la poesía local, responsable de una producción hasta ese momento casi inhallable. El Grupo Febrero, formado por jóvenes actores y estudiantes de Letras, se centró en una zona de su creación vinculada a los viajes, al mar y al verano para crear Si te sigo muero, una pieza tan rara como el poeta que la inspiró. Basta con escuchar una de las anécdotas que Verónica, una de las hijas de Viel, contó a los hacedores del espectáculo. “La pasaba a buscar por el colegio, siempre muy bronceado, y la llevaba a hachar a Palermo”, cuenta la directora Romina Paula.
Sin casi acciones, la obra cautiva pero exige una disposición especial: un baño que se tapa, un robo que no se aclara, un juego de generala en plena siesta, unos besos que devienen golpes. En cambio se despliegan climas y estados de ánimo que se adhieren a las paredes del teatro y a los espectadores. El tedio, el calor de una tarde estival, la incomunicación y la nada como densos vapores que lo impregnan todo y conmueven al punto de molestar. Los protagonistas no están muertos pero casi devastados: un bañero, una madre enajenada y un hijo silencioso que no para de hachar, aparentemente varados en algún lugar de una ruta camino al mar.
Todo es torpe, trunco, lento y de ratos acelerado. El elenco encontró el tono justo y regala instantes de humor para disfrutar a carcajada limpia, que distienden en medio de tanto desconcierto.
Si te sigo muero, los jueves a las 21 en Espacio Callejón (Humahuaca 3759).
Van Gogh y Gauguin para niños.
Por Laura Isola
¿Por qué en todos los museos hay siempre un cuadro de Gauguin y otro de Van Gogh colgados cerca, si en la vida real, cuando los pintores se encontraron, sólo tuvieron ganas de alejarse? ¿Por qué elegir a este dúo para una obra de teatro infantil? Con todos estos riesgos y algunos otros, sin embargo, la obra Vincent y Paul llega a buen puerto. La escenografía es la primera que empieza a contar la historia: de un lado, unos cuadros que recrean la estética de Gauguin y del otro, tan lejos como el escenario del Teatro El Piccolino lo permite, una versión van goghiana de los girasoles. El rojo y el amarillo está en el contraste de los cuadros, pero también en el vestuario de los dos actores que se presentan en escena. Dormidos, cabeza con cabeza, en sillas enfrentadas por la espalda. Antagónico sueño de los artistas que se conocieron en Arles y que de aquella temporada queda testimonio en las cartas a Theo, el hermano de Vincent. Flaco, alto, un poco dandy decadente es Paul; más bajo, definitivamente desaseado y con todo el peso de la locura a cuestas está Vincent. Ambos se entrelazan en una rutina, a lo clown, como el gordo y el flaco, como el vivo y el tonto, como el bueno y el malo para desandar una dialéctica de la disparidad, de la egolatría de Gauguin, frente a la idolatría de Van Gogh. Los pasos de esta rutina sirven también para mechar, muy escuetamente, cuestiones de estética: quién prefiere qué color, quién juega con qué forma.
Los actores, Mariano Singer como Vincent –también autor de la obra– y Mariano Fabricante como Paul, tan distintos entre sí, llevan adelante la pieza, sobre todo con el cuerpo. El acierto, entonces, es que el guión y la puesta no toman lo pictórico únicamente como decorado. Algo de la historia del arte está en escena, como una iniciación. Como en el juego de las siete diferencias.
Los domingos a las 16 en El Piccolino, Fitz Roy 2056. Entrada $ 10.
Danza, música y relax para la familia.
Por L. I.
Los riesgos de la excesiva exposición de los niños al televisor han sido contabilizados una y otra vez; se sostiene que una permanencia de más de una hora seguida frente al poder hipnótico de la pantalla no es aconsejable para el desarrollo integral de los pequeños. Pero nadie ha evaluado todavía si el arte –con mayúscula– produce efectos colaterales en los niños. A primera vista pareciera que no, aunque la experiencia de la Jornada de Niños que propone Surdespierto, un sábado de cada mes, podría sugerir lo contrario. Allí están listos, apenas unos minutos pasadas las 15.30, cada padre, cada madre con sus hijos y sobrinos de entre 3 a 10 años, descalzos para sufrir una sobredosis integral de danza, música, plástica, teatro, circo y narrativa que durará hasta las 18.
La ronda está formada y la mirada adulta se complace en investigar quiénes son los otros, tan diferentes, pero que al mismo tiempo comparten esa idea sobre la estimulación de los niños. Padres y madres se miran entre sí; los niños, como siempre, están más relajados y atentos a las consignas de los organizadores de la experiencia. En el espacio inmenso del salón, las pelotas abren el juego: rodar junto a ellas, balancearse, caer y levantarse. Una más grande hace su entrada y llega para quedarse. Danza y movimiento, música y acrobacia, plástica y cuentos son las parejas que se forman para una segunda etapa en la que el espacio no es tan libre y cada cuarto de la sala se transforma en un área restringida. La hora de la merienda viene de perillas para que los cuerpos en movimiento recarguen energías y entrar en la última etapa del círculo virtuoso de la jornada: relajarse sobre el piso, a mirar un cielo de mentira que la fantasía infantil vuelve más real que el verdadero. Respirar profundo, mientras una tela finísima nos tapa la cara y nos acaricia los pies. Gratificarse con un momento de juego que, aunque no parezca, era para niños.
Próxima jornada 8 de octubre a las 15.30 en Surdespierto, Thames 1344. Reservas al 4899-1868. Entrada $ 20.
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