Domingo, 2 de octubre de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
Prolífica (una veintena de libros), escrita al margen de camarillas e internas, alabada por críticos y escritores de lo más disímiles, y bendecida por un público cada vez más grande, Roberto Fontanarrosa viene forjando, a la par de su carrera como dibujante y humorista, una de las reputaciones literarias más veneradas de los últimos tiempos. En esta entrevista, el hombre que abrió y cerró el último Congreso de la Lengua en su Rosario natal habla del arte (y los trucos) de escribir, la parodia que tanto cultivó (y de la que ahora se aleja), las lecciones de Hemingway, Soriano y Dal Masetto, la importancia de escribir sobre el deporte, la relación entre la violencia de los ‘70 y las armas de Boogey, y la influencia de la literatura en los diálogos de Inodoro.
Por Guillermo Saccomanno
Esta mañana de primavera, soleada y azul, en este bar en la orilla del Paraná, somos dos los que esperamos que el Negro termine su clase de inglés para entrevistarlo. Primero está la nena.
La nena debe de tener unos diez años y está sentada junto a su papá a una mesa. El bar se llama Metrópolis, en la calle Wheelright, y está frente a una ex estación de tren, Rosario Central, reciclada en moderno complejo oficinesco con una denominación que es un oxímoron: Centro de Descentralización del Centro. La nena mira con ansiedad la mesa más allá, donde el Negro está con Eddie, su profesor de inglés, Eddie, un galán de más de sesenta, una carpeta, un diccionario entre ambos y los pocillos. “Si no estudié inglés de pibe fue porque mi viejo era peronista, antiimperialista”, dirá más tarde el Negro. “Hace unos años estaba en una muestra de humor gráfico en Estambul. Imaginate lo que es comunicarse en un inglés chapurreado con polacos, búlgaros y alemanes en una lengua que es la de todos pero que nadie habla como la propia. Por la noche, al volver al cuarto de hotel, no me daba más la cabeza.” Pero todavía falta para que el Negro lo diga. Antes está esa nena, esperando.
Falta también que Eddie levante el diccionario, la carpeta y le dé la mano al Negro, que Rocío –la nena junto su padre–, nerviosa, contenta y nerviosa, se acerque a la mesa y ponga su grabador. Para la nena entrevistarlo al Negro es como salir abanderada. “Las maestras se mueren por un dibujo tuyo”, dice pícara la nena. Después aclara, como si fuera necesario, que el reportaje es para el colegio. Rocío despliega una hoja en la que tiene anotado en mayúsculas el cuestionario. Suspira, toma envión. Y arranca: “¿Cómo es ser famoso?”. El Negro se acomoda en la silla y sonríe: “Yo famoso no soy. Famoso es Fito Páez. Por ahí lo que influyó en que tenga cierta popularidad es publicar desde el ‘73 un cuadrito de humor en Clarín todos los días”.
A Rocío parece no conformarle la respuesta. Y sigue: “¿Cómo nació Inodoro?”, le pregunta. “Fue en los ‘70, en Hortensia”, hace memoria el Negro. “El Gordo Cognini me pidió una tira de humor para su revista. Por entonces la música que se escuchaba era el folklore y eso me influyó, porque de campo yo no sabía nada. Siempre fui un tipo de ciudad. Nunca estuve en el campo.”
Rocío ataca de nuevo: “¿Desde chico soñabas con esto?”. El Negro podría preguntarle a la nena qué es soñar “esto”. Pero le contesta: “En mi época de pibe no había tele. Había historietas. Y yo era muy lector”.
Ahora Rocío se prepara para una pregunta trascendente:
“¿Qué pensás del Congreso de la Lengua?”
“Que fue importante”, dice el Negro. “Importante para la ciudad. Hubo sol esos días. El tiempo ayudó. Todo salió bien. Pero lo más valioso es que sirvió para darnos cuenta de que hablamos un idioma importante, algo a lo que no se le presta habitualmente mucha atención. Se tomó conciencia de eso. De lo que significa nuestra lengua, la lengua que usamos para comunicarnos. Además fue toda una experiencia para Rosario y para el futuro de los rosarinos, una ciudad que cambió para mejor. Que ahora tiene un millón y medio de habitantes. Yo no quiero una ciudad con más habitantes, con los conflictos de las grandes urbes, quiero una ciudad a escala humana.”
Rocío pone cara seria. Controla el grabador. Vuelve a tomar impulso: ¿Cómo es tu nombre completo? El Negro sonríe: Roberto Alfredo. Rocío carga otra vez: ¿Y de qué signo sos? El Negro contesta: Sagitario. Rocío: ¿De qué cuadro sos? El Negro se enorgullece ahora: Rosario Central. Y mira por encima de la nena, hacia la estación reciclada. ¿Un número?, pregunta Rocío. El Negro no vacila: El 3. Rocío: ¿Un juguete? El Negro: Los soldaditos de plomo. El Negro considera a la nena con la misma atención que podría prestarle a Oriana Fallaci. ¿Un referente? Así lo ha preguntado la nena: ¿Un referente?, repite el Negro. Hugo Pratt. Y después, siguiendoel ping pong: ¿Ves tele? Fútbol, dice el Negro. Veo fútbol. Rocío: ¿El mejor libro? El Negro: No puedo nombrar uno. Sería una lista. Muchos. Rocío: ¿Un animal? El Negro: El gato. Rocío: ¿Una película? El Negro: El Padrino. Todas las de El Padrino.
El reportaje terminó. Sin embargo Rocío todavía no está conforme. Tarda en pedirle al Negro lo más importante: un dibujo. Y el Negro se lo hace. En la tele del bar un noticiero transmite las imágenes del huracán Katrina y la inminencia de Rita. Pasan imágenes de un reportaje. Pero éstas no son noticias para Rocío. Noticia es la suya. Su reportaje al Negro.
Y ahora es mi turno. No estoy menos nervioso que la nena. Porque si un don tiene la literatura del Negro es hacerles sentir a sus lectores la estupidez humana. El Negro logra este efecto sin soberbia, con una inteligencia que, cuando asoma es sabiduría, y la irradia también sobre el lector. Tal vez esto es lo que hace que su literatura, sin preocuparse por los prestigios de género, supere la contradicción civilización/barbarie que se traslada en la literatura entre lo culto y lo masivo poniéndose simplemente a escuchar con una percepción que le envidiaría el mismísimo Puig. Esta es la naturaleza de su escritura, que puede funcionar como denuncia de las vilezas familiares de la clase media en picada, las traiciones amorosas, los crímenes domésticos, los fracasos del machismo y las defecciones de presuntos heroísmos. Superando el costumbrismo, sus cuentos le entran sin anestesia a una realidad que lastima. Quien no se haya reconocido en uno de sus cuentos, miente. Y se miente. Y cuando el Negro te mira vos tenés la certeza de que no te está juzgando. Simplemente, te comprende. Por algo el Negro es el artista de todos.
Al observar la trayectoria de Fontanarrosa como humorista quizá pueda notarse que, desde sus inicios, cuando era un pibe fan de Pratt, hasta conseguir una personalidad gráfica, una vez lograda, su dibujo empezó a aquietarse en la exploración gráfica, a volverse cada vez más igual a sí mismo, mientras que sus cuentos fueron avanzando en incisión, en un ahondamiento del lenguaje y en la construcción de las tramas, más preocupado por el detalle que hace a la construcción del personaje y la atmósfera que por el gag de impacto directo. La lectura de la realidad, los climas, la puesta en escena del absurdo en los instantes en apariencia monótonos de intimidad de lo cotidiano, eso le interesa ahora. En tanto, ni Boogey, el Aceitoso ni Inodoro Pereyra, el Renegau, perdieron eficacia: los diálogos y los globos fueron incursionando en una mayor teatralización del lenguaje y esto, con seguridad, se debió a la escritura de cuentos.
Vamos a decirlo de una vez, y de paso explicamos la razón de ser de esta entrevista: Fontanarrosa es uno de los narradores argentinos más notables y menos pillados, con una llegada inmensurable a un público que, además de serle fiel, aumenta y aumenta sin parar mientras el escritor, como recelando de este fenómeno, se mantiene, sin creérsela, en una reserva irónica, apartado de todo circuito literario y toda rosquita de consagración. Sus seguidores componen un público diverso que va desde los hinchas de fútbol a los lectores de comics.
Todo esto explica por qué Fontanarrosa fue elegido para abrir el último Congreso de la Lengua en Rosario, su ciudad, y también para cerrarlo en lugar de Saer, a quien se le había confiado el cierre, pero que estuvo imposibilitado de hacerlo aun por teleconferencia debido a su enfermedad. En el Congreso, con su habitual socarronería de pibe que parece haberse colado más que haber sido un invitado de lujo, un Fontanarrosa tímido y desacralizador dejó empequeñecidos a figurones como Saramago. Fontanarrosa, en su intervención en el Congreso, fue corto y conciso, se refirió a algo que constituye la materia de sus personajes: la lengua y las malas palabras. Con modestia, Fontanarrosa pidió una amnistía para lasmalas palabras. Porque sus personajes, hombres, mujeres, pibes, pertenecientes a una clase media baja, cada vez más baja, hablan así y Fontanarrosa los escucha con unción pues ellos son las criaturas de su narrativa y sus “bocas sucias” son la carne con la que crea esos relatos en los que si una función cumple el humor es atenuar las miserias sociales, miserias de clase. Y también las humanas, muchas veces individuales.
El Negro tenía unos pocos años más que Rocío cuando estudiaba dibujo técnico en el industrial con el Goro, el Goro es el arquitecto Gorodischer, esposo de la gran escritora Angélica Gorodischer. El Negro, según cuenta el Goro, era vagoneta. Un día el Goro lo reprendió con severidad: si no se aplicaba, se acuerda el Goro que le garantizó, no iba a ser nadie en la vida. Pasado el tiempo, se ríe el Goro, el alumno Fontanarrosa llegó a ser alguien. Y en una exposición consagratoria en el Museo Castagnino, ya humorista consagrado, expuso unos de sus primeros dibujos donde, al pie, indicaba: “Colección Arquitecto Gorodischer”. Así como al Goro le gusta acordarse de esta historia, también al Negro, que tiene su versión: “Es que en esa época yo ya estaba haciendo por correspondencia el curso de los Doce Famosos Artistas, donde entre otros grandes del dibujo, además de Pratt, estaban Breccia y Del Castillo”.
“Yo le digo a mi hijo Franco que no hay diploma de músico ni de jugador de fútbol. Los diplomas no cuentan y el talento no siempre ayuda: lo que cuenta es el trabajo. Yo me considero un dibujante correcto, que no tiene el afán del virtuosismo. Virtuosismo tienen Crist, Caloi o los Breccia. Es que un buen chiste salva un mal dibujo, pero no al revés. Y esto me pasa con los cuentos, que escribo tres y cuatro veces. Me pregunto qué es lo que voy a contar, cuál es la situación, cuál es el género, a qué corresponde y después, recién después, el cómo contarla. Ahora, por lo general escribo a mano, en cuadernos. Gabi, mi mujer, pasa en la compu lo que puede descifrar de mi letra y después corrijo de nuevo. Nunca se termina de corregir.”
Antes de subir al micro para entrevistarlo al Negro volví a leer algunos de sus libros de cuentos. Digo algunos. Porque en su totalidad sobrepasan la decena. Y como si esta cantidad fuera escasa, en estos días el Negro está entregándole a su editor y amigo, Daniel Divinsky, un libro más. Bromeando, por teléfono, le avisé previamente al Negro que venía en el micro intentando leer su obra completa. “Un viaje a Rosario no te va a alcanzar”, dijo. “Hubieras sacado un pasaje a Río.”
Los últimos cuentos del Negro, como lo señaló en otra entrevista, vienen alejándose cada vez más de la parodia que tanto supo rendirle. La parodia, en su narrativa, empieza quizá en Sobre la podrida pista, una nouvelle de los ‘70, que caricaturizaba los relatos más burdos de la serie negra, los de Mickey Spillane o Brett Halliday en sus abominables traducciones mexicanas o españolas. Y llega, hasta acá, caricaturizando la literatura japonesa, la ramplonería aforística, la mitología de guapos y tangueros, el testimonialismo reality, la crónica de viajes, la bobaliconada de la mística new age, lo que se te ocurra. La parodia, en la escritura de Fontanarrosa, pasa por encima de la imitación a lo Chamico, como firmaba Conrado Nalé Roxlo sus imitaciones a la manera de las prosas consagradas de su tiempo. La parodia en el Negro es más totalizadora y en primer plano: el auscultar los discursos y sus formas, los diferentes registros que circulan en la actualidad si se piensa que todo es relato. Pero al Negro, como se dijo, ya no le entusiasma tanto la parodia. No es que haya perdido afición a la parodia, admite. Y se explica: “¿Pero cuánto tiempo se puede mantener la parodia? Tenés un mecanismo, te pegás a su funcionamiento, lo exacerbás. Tarde o temprano se agota, se falsea el mecanismo. Quizá lo que pasa es que ahora me interesa más contar algodesde mi propia voz”. De ser así, ¿cómo surge esa propia voz en un cuento que no es paródico, uno de los cuentos “realistas” que ahora parecen preocuparle más? Y le pongo un ejemplo: Julito, un cuento que pertenece a la colección Usted no me lo va a creer: un adolescente trae a su casa una valija y la esconde bajo su cama. Los padres le recriminan su conducta, le rezongan, lo flanquean con un discurso moral sobre su comportamiento atorrante hasta que descubren que el contenido de la valija es un fangote de dólares. Entonces la actitud de los padres cambia. “Ahí –dice el Negro–, lo que buscaba era indagar sobre los dobles discursos.”
“En otros cuentos trato de usar la primera persona, de ponerme en el lugar de los otros. A mí me gustaría tener lo que tienen algunos músicos: oído absoluto. Porque uno, por más que se esmera, no escribe como la gente habla. Por más que uno tuviera oído absoluto, no alcanzaría. Uno edita. Como esa vez que le hice un reportaje a la Brujita Verón. No podía transcribirlo tal cual, con los ecos del ambiente, las vacilaciones, los balbuceos. Pero tenía que conseguir que las inflexiones, la respiración, el tono, todo, sonara real. Entonces tenía que editarlo. Es decir, hacer una simulación. Por ejemplo, con las repeticiones, para que sonaran ciertas. Y eso se aprende con la lectura. Fijate Hemingway cómo repite palabras. Cómo repite ‘dijo’. A menos que tengas una idea y que sea necesario no repetir para sugerir algo distinto, en un estado de ánimo, como podría ser ‘advirtió’, quedate con el ‘dijo’.”
“Hace poco pasó por acá Dal Masetto. Yo lo leí mucho al Tano. Y hace poco había leído Bosque. Estuvimos hablando bastante. A mí lo que me gusta de su manera de contar es que el narrador nunca supone. Lo que no ve el protagonista no lo cuenta. Sólo cuenta lo que ve. Yo soy un lector clásico. Como lo era también el Gordo Soriano. Quiero que me cuenten una historia. Que ocurra el mismo fenómeno de encantamiento como cuando viene un amigo y me dice ‘Esto no me lo vas a creer’. Cuando de pibe descubrí a Cortázar, me impresionó. Entonces me dije: Si tengo que contar no puedo hacerlo sencillo. Pero después leí a los norteamericanos, que fue en la época en que leía a Pavese, otro escritor que me deslumbró, y se me aclaró, me di cuenta de que no era así. Que se podía contar sencillo. Lo que pasa es que contar sencillo no es fácil, exige todo un aprendizaje.”
A propósito del aprendizaje, El Negro cuenta: “En mi casa había libros porque mi madre era muy lectora. Por gusto leía ella. De todo. Yo estaba enganchado con la colección infaltable, la Robin Hood. Hasta que un día agarré un libro de los que leía mi madre, uno de Huxley. No me acuerdo si era Un mundo feliz o Contrapunto. Entonces me di cuenta de que ahí había otra cosa. Después, Viñas. Dar la cara creo que fue lo primero que leí de Viñas. Toda una revelación fue: los personajes puteaban como mi viejo, hablaban como nosotros. Entonces me sentí interpretado. Y eso era válido: reflejar el alrededor era válido. Viñas es para mí el recuerdo del primer escritor argentino importante que leí, un autor argentino distinto. Nada que ver con Amalia, María, esas novelas que te imponían en el colegio. Viñas era cercano. Y lo era por el lenguaje. Pensemos que en esa época hasta el cine era artificial: los personajes hablaban de tú. Quizá lo real empezó a pasar por la tele. Aunque después se fue produciendo un ida y vuelta con lo real: la tele copia la realidad y la realidad copia la tele”.
Cuando se le pregunta si la fidelidad a la lengua no puede acaso restarle otros lectores, otros públicos, el Negro insiste en la cuestión del lenguaje. Hace poco Alfaguara publicó en España su narrativa dividida en dos gruesos tomos. La crítica y la prensa en general, dice como justificándolos por haberlo tratado bien, conocían su trayectoria. Sin citarlo, el Negro coincide con Beckett en que “la patria de un escritor es su lengua”. “Es que si vos leés un cubano, un venezolano, querés que suspersonajes hablen como hablan ellos y no el neutro de los Simpson. No hace mucho fui al teatro a ver Art. Y precisamente por la asepsia de la traducción no sabés dónde pasa esa obra. Fijate vos en una película de Kubrick, Full Metal Jacket, la jerga en que hablan los soldados. Kubrick respetó la manera de hablar del libro original de Michael Herr, la lengua de una tropa de infantería yanqui. ¿Cómo traducir eso? Siempre es mejor ser fiel a la propia lengua. Siempre. Prefiero que los personajes hablen su propio idioma. Por supuesto habrá cosas que no se comprenderán, pero es mejor que un castellano neutro. Y esto se agradece en un cuento de box, por ejemplo. Aunque no sepás la jerga del box, igual te avivás de qué viene la historia.”
Le había anticipado al Negro que quería conversar de literatura y que perdonara mi ignorancia deliberada de todo lo que es fútbol. Habíamos acordado que el fútbol, justamente por mi ignorancia, para salvar el papelón, quedaría fuera de la entrevista. Pero el Negro fue acomodando la pelota, como sin querer, en la conversación. De pronto, sin dejar de lado la literatura, estábamos en el fútbol. Daniel Samper, mencionaba ahora el Negro. Hermano del presidente de Colombia, periodista estrella y escritor. Vive en Madrid. “Samper siempre dice que el periodismo latinoamericano creció leyendo el Billiken y el Gráfico. Yo, por ejemplo, me siento más cerca del periodismo. Casi no leo ficción. Leo reportajes, biografías o eso que es fiction non fiction. Pero lo que sí me genera expectativas y ansiedad es escribir.”
“Cuando leía a los norteamericanos me daba cuenta de que ellos escribían sobre deporte. Hemingway sobre boxeadores, sobre toreros. Mailer sobre Clay. Philip Roth describe en uno de sus libros la literatura norteamericana como si se tratara de un partido de baseball. Pero acá esto no pasaba. De acuerdo, Cortázar y algún otro más habían escrito sobre box, pero sobre fútbol, nadie. Y el fútbol era y es nuestro deporte nacional. Uno que fue pionero fue el uruguayo Enrique Estrázulas que, creo que fue en Crisis, escribió sobre Pepe Sasía, un jugador magnífico. Desde el barro se llamaba el cuento. Y no transcurría en la cancha sino afuera. A mí me llamó mucho la atención ese cuento porque por este lado nadie escribía sobre fútbol. Hasta que empezó Soriano. Después, Sasturain. Y no muchos más. Quien más ayudó a difundir esta relación entre el fútbol y la literatura fue el periodista Alejandro Apo con su programa de radio. Es que escribir sobre fútbol no es contar un partido, lo que pasa en la cancha, sino lo que está afuera, lo que rodea y hace a la cancha. Como hicieron los norteamericanos con sus boxeadores: la pelea es lo de menos. Y lo que interesa no es el combate en sí sino lo que hace a su esencia.”
Al Negro no se le escapa una cualidad de su literatura: “En las ferias de libros, la gente que se me acerca no viene por la literatura. Se me acerca por el fútbol. Es decir, no son lectores ‘cultos’”.
Escribir sobre la escritura del Negro es todo un riesgo. La bibliografía sobre su obra es inabarcable. Son escasos y contados los escritores que no se ocuparon de subrayar los méritos de su narrativa. Rodrigo Fresán, Juan Sasturain, Elvio Gandolfo, Daniel Link, Marcelo Birmajer, Sergio Olguín y Pablo de Santis son apenas algunos de los que escribieron sobre el Negro en los últimos años. La enumeración completa sería interminable. Además de haber participado en el Congreso de la Lengua, antes el Negro está citado varias veces en el volumen La narración gana la partida de la Historia crítica de la literatura argentina de Noé Jitrik. Sin embargo, considerado un autor a la vez popular y de culto, el Negro permanece al margen del gallinero literario. Lo suyo, más bien, es lo de Mark Twain. Al referirse a Mark Twain, en Por qué leer los clásicos, Italo Calvino festeja su profesión de ética social.Twain tiene el mérito de hacer esta profesión sincera y verificable, más que muchas otras cuyas ambiciosas pretensiones didascálicas. El gran mérito de Twain sigue siendo el de haber dado la prueba de un estilo de alcance histórico: el ingreso del lenguaje hablado americano con la estridente voz de Huck Finn. Toda su obra a pesar de que parece desigual e indisciplinada, indica lo contrario. Twain se nos presenta como un infatigable experimentador y manipulador de instrumentos linguísticos y retóricos.
Retomando lo que Calvino opina de Twain, los cuentos del Negro, los más despiadados y, a la vez, más conmovedores son aquellos donde tus vecinos, o también vos, protagonizan escenas en las que el límite entre nobleza y rafañería es borroso. Cada lector que se sumerja en la lectura de sus libros de cuentos hará su antología personal. Pero el fenómeno no se agota acá sino que se reproduce cuando sus lectores, al comentar sus cuentos favoritos, empiezan a contarlos como si se tratara de cuentos populares, y entonces se produce ese milagro que persiguen en su sueño muchos escritores: que la historia, Madame Bovary, por ejemplo, adquiera vida propia y borre el nombre de su creador. Viene al caso quizáz una observación más: el Negro, a diferencia de otros autores, para su narrativa, no ha apelado a un seudónimo. Tampoco se ha quitado un segundo nombre ni agregado o quitado un segundo apellido. O dejado sólo el apellido. En la tapa de sus libros de cuentos publicados por De la Flor siempre firma R. Fontanarrosa. Hay algo del orden de la escolaridad en ese modo de firmar, como el pibe que pone la inicial de su nombre y el apellido en la prueba que debe entregar. Y ésa es su identidad.
Si bien reconocido por los escritores, al Negro le importa, más que el mundito “intelectual”, el de sus lectores. Basta un ejemplo, a propósito de su cuento Mamá. Contado en primera persona, en clave de relato iniciático, Mamá es la historia de un hijo que cuenta los vicios secretos de su madre y los va disculpando. El tabaco, el alcohol, el juego. Hasta que un médico le diagnóstica que el verdadero problema de su madre no es ni el tabaco ni el alcohol ni el juego sino la “ninfomanía”. A partir de ahí el hijo decide no evocar más a su madre y prefiere no enterarse de qué se trata esta enfermedad. Una vez publicado el cuento, al Negro lo llamaron tías y vecinas: Robertito, le dijeron, nosotras no sabíamos que tu mamá era así.
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