VALE DECIR
Cuatro años atrás, el 13 de enero de 2012, 32 personas fallecían frente a la isla toscana del Giglio. Fue allí donde el gigantesco crucero de lujo Costa Concordia, que había zarpado del puerto de Civitavecchia en travesía por el Mediterráneo, colisionó con una roca del fondo, por culpa de una mala maniobra de acercamiento del entonces capitán del navío, Francesco Schettino. Frente al siniestro, el hombre no solo huyó: tampoco informó pertinentemente a las autoridades portuarias, gesto que devino en una condena de 16 años de cárcel por múltiple homicidio culposo. Por lo demás, el devenir de la embarcación tardó en resolverse: a fines de 2013, finalmente fue puesto en posición vertical; pero hubo que aguardar hasta mediados de 2014 para que fuera trasladado hasta las aguas de Génova, donde aún permanece a la espera de ser desmantelado. A 200 metros de la orilla, a decir del fotógrafo alemán Jonathan Danko Kielkowski, que nadó la correspondiente distancia para subir a bordo del Costa Concordia, amén de capturar el inquietante remante de lo que alguna vez brilló, derruido por tiempo, agua, abandono. Desde fichas de póker desperdigadas hasta sillas caídas, plantas acuáticas sobre ominosos techos, óxido, cablerío, restos por doquier… “Contra todo pronóstico, encontré libre acceso: ni cercas ni personal de seguridad. En cambio, puertas abiertas, luces encendidas, ni un alma en las cercanías”, ofrece el artista, cuyas imágenes –desoladoras– del barco fantasma componen el libro Concordia, de editorial White Press, donde se intuye lo que alguna vez fue, se observa lo que hoy es. Y se lamenta, claro, lo que no debió haber sido.
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