VALE DECIR
La obra de la fotógrafa inglesa Jo Broughton solo puede comprenderse de prestar particular atención al detalle. “Las pistas”, susurra por lo bajo, “están en todas partes”. Una habitación de hospital que no es tal; una clase –a priori– típica, de banco y pizarrón, donde las lecciones distan de matemática o geografía; una supuesta fiesta de cumpleaños con gigantescos regalos; habitaciones de niña pequeña; árboles de navidad; escenarios de “guerra” estilo G.I. Joe… Sitios que la británica retrata, donde el detalle de rigor –desde un consolador hasta lubricantes, corpiños de encaje o utilería triple X– revelan lo que se apenas logra intuirse: todos son sets que se han utilizado para filmar films pornográficos. Vaciados ya de humanos, “la quietud contrasta con tan frenética industria”, a decir de la artista, que comenzó su serie en 2001, cuando pagaba sus estudios en la Royal College of Art, de Londres, limpiando las mentadas escenografías. Vaciados además de fantasía y sexo; no así de colores cándidos, teatralidad y, bueno, un cachito de surrealismo… “Era como lidiar con una escena del crimen. Enfrentarte con los inevitables fluidos corporales de otros te obliga a confrontar con tu propia humanidad y con la vulnerabilidad de las actrices que estuvieron allí, frente a una cámara”, ofrece Broughton, quien dice “no sentirse completamente confortable con la industria porno”, aunque aclare que hay dos caras de la moneda: “una más oscura, turbia, otra más luminosa y ligera”. Por lo demás, la intención de su serie Empty Porn Sets es, a su consideración, “quitar parte del poder que detenta este género cinematográfico; decir: es tan falso como los lugares donde se graba”. Falsos, y ciertamente kirsch, dicho sea de paso.
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